Opinión

Como el Estado no está, lo público invade la vida privada

Percibo que desde hace bastante no aparecen en las conversaciones con amigos cuestiones de pareja, emprendimientos ni proyectos personales. Lo que sí predomina es un rosario de inconvenientes que, aun amplio, tiene un claro factor común: el impacto de lo público, de la áspera realidad.

Alejandro Perandones sábado, 11 de junio de 2022 · 13:00 hs
Como el Estado no está, lo público invade la vida privada

El fin de semana tuve la suerte de tener dos reuniones con amigos de grupos diferentes, sin más coincidencias que mi presencia. En realidad, no pasó en ellas nada especial. Lo más probable es que la proximidad de las sensaciones de uno y otro encuentro sea lo que permitió que sobresalieran puntos de contacto en temas que fueron sucediéndose. Las edades promedio de cada mesa eran bastante dispares. En la primera, con gente de la secundaria, apenas meses separan los nacimientos de cada uno. En la segunda, de compañeros de un trabajo antiguo, el panorama fue variado, con veinte años de distancia entre los extremos.

A partir de esas noches traté de revisar otras citas y noté que lo me llamó la atención de estas últimas ya estaba en anteriores. Sin pretensión de generalizar mi experiencia percibo que desde hace bastante no aparecen en esas conversaciones hipotéticamente distendidas y confiadas cuestiones de pareja, emprendimientos ni proyectos personales. Lo que sí predomina es un rosario de inconvenientes que, aun amplio, tiene un claro factor común: el impacto de lo público, de la áspera realidad; mucho de la incertidumbre económica y política se cuela demasiado entre las variables individuales. Alguien podría decirme que es algo inevitable. Seguramente tendrá razón, pero hay acá un tema de proporción.

Fruto de nuestros atributos, los diálogos nunca son prolijos, no logran pulir aristas ni conducen respetuosamente a consensos siquiera mínimos. Todos sentimos que tenemos algo para decir, se solapan los testimonios pero mucho más las conclusiones, casi todas terminales. El acostumbrado intercambio amistoso quedó baldío de deseo e ilusiones para superpoblarse de dificultades. Precios inconcebibles, productos habituales que lucen suntuarios, el tránsito inescrutable, el tiempo que vuela no se sabe hacia dónde. Las narraciones de los que son padres (según las edades de los vástagos) viajan desde severos problemas en el ámbito escolar hasta detalles de vidas en el exterior o valijas que se preparan con boleto de ida.

Los que son comerciantes relatan cierres o juicios laborales que los dejan cerca de bajar la cortina; los que integran sociedades narran rupturas inesperadas; en cuanto usuarios, describen a las empresas de servicio como verdugos. El trabajo dejó de describirse como un espacio de camaradería y es campo de batalla, como si en lugar de un empleo se tratara de una disputa por asientos en botes salvavidas de un naufragio. El conflicto no es más la excepción y mutó en el lugar que sintetiza todo. Ante ese compartido panorama, las búsquedas de una vía de escape ofrecen dos matices: están los que exacerban el camino solista procurando un rellano personal y los que transitan senderos colectivos.

Mi módico estudio me permite concluir que los primeros cancelaron toda esperanza. No logran ver (en el horizonte alcanzable con una vida) la mínima posibilidad de cambio rotundo y se imponen el mandato de amortiguar el daño entre los suyos. Los segundos se alistan en cruzadas complejas, como la de militar una causa improbable o embarcarse en algún tipo de asistencia. Me siguen sorprendiendo casos que, a veces, rozan una entrega tan generosa como la de un sacerdocio.

Hasta hace un tiempo impreciso encontraba algo semejante en el conurbano profundo. Allí es muy común que para enfrentar cuestiones resueltas en cualquier lugar medianamente administrado los vecinos deban organizarse y trabajar duro. He visto esta verdadera lucha para evitar basurales, para establecer guardias y protegerse de la delincuencia, para defenderse de las usurpaciones, para intentar evitar las construcciones clandestinas, para conseguir el asfalto o el agua potable, para que entuben un arroyo, para que la policía sume las barriadas en las morosas recorridas.

Lo que siempre me angustió es el tiempo de vida, la energía perdida puesta en algo que debía ser dado y en la práctica resultaba esquivo. Cuánto potencial de la existencia de cada individuo se disipaba irrecuperablemente por azar, el de haber nacido en un territorio mal gestionado o con el estado ausente. Ese dolor desaparecía tranquilizadoramente al volver a casa, al pisar calles conocidas que, de pura suerte para mí, funcionaban de otro modo.

Ya no es así. Algo de aquello, aún bajo el barniz de otras dificultades, se cuela frecuentemente no solo en un par de comidas de amigos sino, mucho peor, en las vidas de cada uno. Y logra pesar tanto en ellas que ni con los brindis se puede olvidar. Está de más describir los otros pesares que ustedes ya adivinan, o padecen, como la sucesión de hechos de inseguridad o los infinitos trámites que interponen las obras sociales para brindar prestaciones esenciales para los viejos indefensos.

Pienso que este debería ser el norte de cualquier organización política: sacar la hojarasca de la existencia personal. Donde las “pequeñas” cosas a enfrentar se parezcan a elegir nuestra posición frente al poder, el lugar que le vamos a dar al amor, las dimensiones sobre las que transitará nuestro trabajo, el estilo y el ritmo cotidianos.

Dejarnos abandonados, como a cualquier pobre sueco, en una vida aburrida.

*Alejandro Perandones es periodista y analista de comunicación.

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