Aniversario

Las cuarenta mil y una noches del Maipo

En el día en que el Maipo cumple 114 años, repasamos una entrevista con un histórico trabajador de este emblemático teatro de Buenos Aires.

Alejandro Perandones sábado, 7 de mayo de 2022 · 14:05 hs
Las cuarenta mil y una noches del Maipo
Foto: Wikipedia

Hoy, sábado 7 de mayo, el Teatro Maipo cumple 114 años. Por suerte, se han hecho incontables notas sobre él. Hasta conozco un cuento, "Guiso de plumas" (de Ana María Bovo), que sin nombrarlo recrea magistralmente la magia guardada en ese edificio de Esmeralda y Avenida Corrientes. 

Desde hace muchos años me interesa su historia. Al repasarla, como sucede con la de todos los lugares emblemáticos de Buenos Aires, de algún modo se cuenta la de la ciudad y su gente. 

Hace poco más de 14 años quise buscar una forma novedosa de cubrir el aniversario que por entonces era muy redondo. Decidí cambiar el punto de vista natural que apunta a las tablas de un escenario que supo contener muchísimas expresiones. Y elegí hacerlo desde un costado poco conocido: la administración. Particularmente, a través de la mirada de quien fue el encargado del área durante 60 años, Norberto Campana, un hombre que aunque nunca se paró frente al público se convirtió en una de las columnas de la Catedral de la Revista.

Me dedicó largo rato en una de sus jornadas que (aún con 86 años) eran vertiginosas. Sus palabras desgranaron anécdotas de figuras importantísimas de nuestro mundo del espectáculo, develaron la cotidianeidad del glamour, los secretos tras los brillos y las luces. Todos ingredientes de un Buenos Aires se iba de a poco. Igual que Norberto, que falleció cuando empezaba el otoño de 2011. Reescribir este texto es mi homenaje.  

Norberto Campana, histórico encargado de administración del Maipo.

-En el año ‘43 empecé a trabajar en el Banco Municipal de Préstamos, que hoy es el Banco Ciudad. Ahí tenía de compañero a Alberto González, hermano de Zully Moreno, casada con Luis César Amadori, propietario del Maipo. En el año ‘49 Amadori, que ya estaba dedicado casi completamente al cine, incorpora a su cuñado al teatro. Es él, poco tiempo después de su ingreso, quien me propone colaborar con ellos y compartir la jornada laboral con el banco.

-¿Las dos cosas?

-Sí, hacía ocho horas en el banco y seis acá. Siempre trabajé mucho. Por entonces, igual que ahora una ley -antes también había leyes (sonrió)- limitaba las horas extras de los empleados. Era un tiempo donde la gente no quería hacerlas, y yo terminaba haciendo las mías y las de mis compañeros. Entraba a las 9 de la mañana y salía a las 10 de la noche. También llevaba los números de la fábrica de fideos Podestá. Ese ritmo de trabajo me permitió sumar las tareas del Maipo. Entré el 15 de mayo de 1950 y hasta febrero de 1954 mantuve el trabajo del banco. Entonces me convencieron de pasar por completo a la actividad teatral. Mi trabajo, en esos años, consistía en resolver toda la actividad técnica, contable y financiera. También, algunas veces, organicé espectáculos.

-¿La técnica también? pensaba que la administración no incluía esos aspectos.

-El teatro no son solo los actores. Se compone de iluminadores, maquinistas, escenógrafos, vestuaristas… a todo ese grupo de gente hay que coordinarlo. Todos los asuntos recaen sobre la administración: el trato con los artistas, la revisión de los contratos, los pagos, el contacto con los distintos gremios, los problemas de la boletería, la sala, la ropa, las luces. Por supuesto que hay responsabilidades intermedias y cuestiones específicas que son del director, del asistente, de los electricistas, de la modista, de los teloneros, del acomodador, de la boletería pero, en el fondo, cada una de esas instancias llega hasta la administración. De eso me encargaba. Y eso hizo que mi trabajo fuera desde un vale por un adelanto o el pago de los contratos hasta que las medias caladas de las bailarinas estén sanas. Los números son iguales en todos lados, en el Maipo y en una fábrica de fideos, a la parte artística la fui aprendiendo. Ese fue mi trabajo hasta el año 94. Entre el 94 y 99, de toda la parte artística se ocupó Lino Patalano directamente y yo me dediqué a la parte contable. Tengo, de todos modos, trato con los artistas, veo sus contratos, les pago. Pero ya no me encargo directamente de eso. Mi actividad se redujo. Acordé con Patalano dejar de hacer la noche.

-¿La extraña?

-No, en ella estuve 50 años. La razón es muy simple,  los años se van sumando… y llega un punto donde uno quiere cenar en casa todas las noches y no una o dos. Hasta ese momento, llegaba al teatro a la mañana, a eso de las nueve, nueve y media y me iba a la una de la madrugada. Dormía cuatro horas por día, no tenía horarios, francos, ni vacaciones.

Es que había que hacerlo así. Si uno no está en todo no sabe si el trabajo está cumplido. Por ejemplo, antes los decorados eran de papel, papel pintado, no como ahora que hay pocos decorados o son corpóreos.  ¿Sabe dónde los hacían? En la vereda del Hipódromo de San Isidro. Hay como 15 metros entre el portón de entrada y la avenida. Allí los pintores desplegaban los papeles y los pintaban con unos pinceles largos como escobas. Había excelentes pintores... Soldi y Berni fueron pintores de cine, así que imagínese. Yo iba a verlos, qué hacían o por qué. Mi responsabilidad era el momento del pago. Pero tenía que saber si el trabajo estaba bien o no, chequear el boceto, no podía esperar a que cuelguen el papel en el escenario. Además, me gustaba estar en todo. El ritmo no me molestó, nunca le escapé al esfuerzo. Tenía la posibilidad de esa manera de hacer un peso. No soy amarrete ni nada por el estilo, me gusta gastar y pasarla bien, pero para gastar tengo que tener. Las horas pasan rápido si uno lo hace con ganas, con voluntad. El trabajo pesado es el que se hace a disgusto.

Había muchísimo trabajo, piense que hacíamos una revista por mes, a veces dos. Usted estrenaba una el viernes y ya el lunes había que empezar con los ensayos de la próxima, teníamos los días contados. Un domingo terminaba una y el miércoles empezaba la siguiente. En tres días había que desarmar todo y armar la nueva. Teníamos pocas horas. Los maquinistas tenían que hacer todo en tiempo. Entraban a las dos de la tarde y se iban a la una de la mañana. No como hoy, que entran a las seis y media de la tarde y se van a las once de la noche. En cuanto al vestuario, acá se bocetaba, cortaba y cosía. Llegamos a tener 50 modistas. Todas esas tareas tenían que ser cubiertas por la parte administrativa, atenderlas, asegurar que se cumplan, pagarlas. La parte administrativa en este teatro siempre fue particular, hay poca gente acá y mucha relacionada con los espectáculos. Además, la empresa tuvo otros teatros que yo también administraba: el Teatro Comedia en la calle Paraná en el año ‘56; y El Nacional y el Odeón, en el ‘58. En el Teatro Odeón hicimos diez años de espectáculos nacionales y extranjeros. En ese teatro aprendí a trabajar con abono cuando se quemó el Cervantes y se pasó la programación. Hacía un circuito cada día. Venía al Maipo, luego al Odeón, más tarde a El Nacional.

- ¿Y la familia?

-Y… ya estaba en el Maipo cuando me casé. Yo cenaba con la familia los lunes y almorzaba con ellos el domingo cuando veníamos todos a almorzar al Centro. Luego íbamos al cine a ver una película, a veces dos, y ya me quedaba para la función de la noche. Si bien soy del Centro, de la calle Florida, vivía en Adrogué. ¿Cómo viajo? En auto. No, no es mucho... bueno, no sé, ya me acostumbré, se hizo carne en mí.

- ¿Cuáles son las diferencias con ese Maipo del ‘50?

-Antes no se hacían espectáculos que duraran una temporada. Se hacía uno o dos por mes. Ahora aquí se hacen comedias, o pasos de comedia como los que hicieron Norma Aleandro con Alfredo Alcón. En el ‘50 los actores eran todos de revista pura y exclusivamente. Por eso lo llamaban La Catedral de la Revista. Cambió un poco. La revista empezó, no digo a decaer, pero sí a perder interés por que se fueron perdiendo figuras. Siempre digo que antes los espectáculos tenían mucha cabeza y pocas piernas. Ahora es exactamente al revés, poca cabeza y muchas piernas.

En aquella época en un mismo espectáculo usted encontraba a Sofía Bozán, Marcos Caplán, Mario Fortuna, Adolfo Stray, Beba Bidart, Carmen Lamas, Nélida Roca y tenía solo ocho chicas bailando. Hoy hay espectáculos como los de Pinti o los de Nito Artaza, graciosos sí, pero están ellos solos como cabezas y alrededor un conjunto que los acompaña. Antes el peso estaba repartido, tenía diez primeras figuras. Pepe Arias, Tato Bores, Dringue Farías… esa gente tenía un atractivo especial. Había un costumbrismo con la revista. Por eso uno no puede decir que un espectáculo es mejor o peor, pero sí distinto. Recién se empezó a hacer un espectáculo musical largo, de temporada, a partir del ‘55. El cambio empezó cuando llegó el Folies Bergère al Ópera. Ese era un espectáculo visual, se movían muy bien, con una plasticidad y un ritmo distintos.

Cuando nosotros trajimos a las Bluebell Girls, un grupo de bailarinas francesas, todos los días -salvo los lunes- tenían cuatro horas de ensayo y una hora antes de empezar la función hacían media hora de rutina. Por supuesto ese trabajo se notaba en el escenario. Lógico, tenían una facilidad y plasticidad que no tienen los de acá. Aquella diferencia entre los espectáculos locales y los europeos sigue siendo igual. Es muy difícil incorporar esa disciplina.

- Supongo que debe haber un momento en el que esa tensión se va, como imagino debe pasar para los actores luego del estreno.

- Nunca afloja. Mire, en cuanto al estrés, hay actores que tienen nervios y hay quienes no sufren ante un estreno. Depende mucho de la compañía y cómo se llega, si hubo tiempo para preparar, si está todo ajustado. A veces no hay tiempo. Imagine cuando hacíamos una o dos revistas por mes. En ocasiones, trabajábamos con vestuario de casa Real; hubo casos, donde la ropa llegaba no para el día del estreno… sino ¡justo para el cuadro! Llamaba el modisto y decía “La ropa salió hace 5 minutos” y largábamos igual. En esos casos estaban nerviosos los actores, el empresario y todos los empleados del teatro. Todo espectáculo es una especie de lotería. Hasta que se abre el telón no se sabe qué va a pasar.

Le cuento un par de ejemplos:

En el año 1985 vino a trabajar Nacha Guevara. Ella no era como todas las demás figuras, Susana Giménez, Tita Merello, que llegaban al teatro a las cinco de la tarde para hacer la función de las nueve.

-¿Tan temprano?

- Sí, ya estaban en el teatro. Se preparaban y maquillaban tranquilas, sabían que ya no tendrían inconvenientes. Nacha vivía en Esmeralda y Santa Fe (a siete cuadras del Maipo). Me llamaba nueve menos cinco y decía: “Da puerta que salgo ya”. La función comenzaba a las nueve. Yo le contestaba: “Hasta que no llegues no doy la orden”. Y así estuvimos todas las noches de la temporada.

-¿También usted daba puerta?

-Yo daba la orden. Pero solo lo hacía cuando Nacha llegaba. Lo peor que hay es decirle a la gente ya sentada en la sala que no hay espectáculo. Afuera usted puede decirle lo que sea, podrán enojarse pero es otra cosa ¿en la sala qué hace?

Otro ejemplo: con la Sra. Nélida Lobato nos llevábamos a las mil maravillas, aunque era muy especial. Ante cualquier problema en el escenario, o si faltaba alguno de los compañeros, no trabajaba. Los domingos a la noche me iba una vez que empezaba el espectáculo, era el único día que estaba con la familia, los demás me quedaba hasta que se fuera el último de la sala. Uno de esos domingos me acerqué y le dije: “Nélida, el elenco está completo, todo vendido, no tenés ningún problema. Mirá que vivo a 22 kilómetros, aunque me llames no voy a llegar a tiempo. ¿Está todo bien?”, “Sí” me contestó, y me fui a casa. Recuerde que en esa época no había celulares, para colmo ese día no funcionaba mi teléfono. Cerca de la medianoche, un colaborador llega hasta mi casa para avisarme que no se había hecho la segunda función. Me cambié y volví al Centro. Ya no pensaba en la función del domingo, a esa altura estaba preocupado por la del martes. La busqué por todos los boliches por los que sabía que podía haber ido a comer. No la encontré, la llamé por teléfono, no me contestó, fui hasta la casa -vivía en la calle Darregueira-, no me contestó tampoco. Esa noche me quedé a dormir en el Centro.

A la mañana siguiente la llamo, nada. Voy nuevamente hasta la casa, no me responde. Hablo con el portero y me asegura que está. Vuelvo a la tarde y tampoco. Lo mismo sucedió el martes por la mañana. En fin… recién me contestó el martes por la tarde ¡el día de la función! “¡Nélida ¿qué pasó el domingo?!” Y me contó que Campanini, uno de los bailarines, se había descompuesto -puede pasar, es algo normal-. 

“¿Y por qué no hiciste la función sin él?”- le dije. “Vos sabés que con él hago todos los trucos, sin él no puedo”, contestó. “¿Y por qué no hiciste una función sin trucos, la gente no se entera”, insistí, pero ya no hubo respuesta. Nélida era más que una bailarina, era realmente una acróbata en el escenario.

“Pero mirá que yo iba a ir a la función de hoy”, aseguró. “¿Y por qué no me contestaste? ¡Desde hace tres días te estoy buscando!”. Y ¿sabe qué? Esa noche vino lo más fresca, lo más pancha y sin problemas. Hizo una función como si nada hubiera pasado. Por eso, como responsable del teatro tengo que tener el elenco completo, pago, resuelto, con la ropa puesta, limpia, zapatos lustrados. El director dispone del espectáculo. El asistente de dirección maneja los tiempos de ingreso, egreso, los tiempos de las luces y el sonido. Está el encargado de la puerta, de la boletería… Pero todos necesitan alguien que lo apoye. Si hay un problema con una entrada, alguien que quiere canjearlas, el de la boletería no tiene la autoridad para resolver algunas cosas.

-¿Y el empresario?

-El empresario es el dueño. Tiene que tener la cabeza fresca para pensar, para ver qué espectáculo trae. No va a estar pendiente de la rotura de un foco, si vino toda la ropa de la tintorería. Entonces el administrador tiene que estar detrás de la encargada ¿Mandaste la ropa? ¿ya vino? ¿está todo en orden? Después le puede dar un reto si algo no se hizo convenientemente, pero tiene que asegurarse que todo esté bien. Revisar todos los partes.

-¿Partes?

-Claro. Hay partes permanentes del movimiento del escenario: se soltó un decorado, se descosió un telón, lo que sea. El maquinista no lo cose, solo informa. Entonces usted tiene que ver si lo hace una modista, si no puede tiene que llamar al telonero. Si hay una butaca rota, en fin… el parte llega y usted distribuye las tareas. Hay partes de la modista, del electricista y del maquinista. Esos pasan al asistente de dirección, quien hace un resumen de parte y de ahí a la administración. Esta disciplina, que no sé si impuse yo o funcionó mientras yo estaba, está igual desde 1950.

-Y con los actores ¿cómo se llevaba? ¿cambió la relación con ellos durante estos años?

-Y… había neuróticos antes como hay neuróticos hoy, y había simpáticos como ahora. Depende de las características personales, de su forma de ser, de su vida, es igual en todas las épocas. Hice grandes amigos. Incluso terminé con muy buena relación con gente con la que había empezado mal, como con Carlos Calvo. Tuvimos luego una excelente relación, pero arrancamos mal porque él apoyó una huelga que no admití. Peleamos. En esa oportunidad hice una función sin personal técnico. La salvamos con el apoyo de amigos que hicieron de acomodadores, maquinistas, electricistas. Yo manejé el tablero eléctrico. En otra ocasión, a raíz de un conflicto, los electricistas decidieron no hacer la trasnoche. Entonces, durante esas funciones, me hacía cargo del seguidor. Me acuerdo que José Marrone cerraba el espectáculo. Cuando entraba lo acompañaba y cuando él se detenía yo fijaba el seguidor. Ya habíamos arreglado previamente que durante su monólogo final yo aprovechaba y salía corriendo a buscar mi auto a la cochera y lo dejaba frente a la puerta para salir rajando al terminar. Marrone sabía que si se movía un poco y el haz no lo acompañaba era porque yo estaba afuera. Cuando regresaba al puesto, movía un poco el seguidor para que se diera cuenta. Entonces él mirando hacia mí preguntaba: “¡¿Volviste hijo de puta?!”. Hice de todo en este teatro. También me encargaba de llevar a los actores a hacer el doblete.

Se llamaba así cuando nuestros artistas hacían otra función en otro lado, como el Embassy, Tabarís, Marabú o el King. Las bailarinas nuestras hacían el segundo show del Tabarís a la una y media de la mañana, o el segundo del Marabú a las dos y media. Al primer show de las diez de la noche iban los cómicos, Barbieri, Don Pelele, Pinocho. Con el auto, entre entrada y entrada, los levantaba acá y los llevaba. Volvía, agarraba a Gladis Ibáñez y la llevaba a hacer su doblete y traía de vuelta a los cómicos para la segunda entrada. Hacían su show y volvían. Toda gente muy profesional.

-¡Qué vida! ¡Cuántas anécdotas!

-Muchas… Me pasó algo especial con Alicia Márquez. Fuimos muy amigos. Ella tenía mucha confianza conmigo, al punto que me firmaba los recibos y me dejaba la plata para que se la cuide. Un día Alicia me pide un vale, un anticipo, por una cifra bastante excedida. Pero bueno… en esas cosas me jugué siempre, se la di. Al día siguiente no vino, se fue a trabajar al Lido, a Francia.

-Increíble.

-Más increíble fue que a los dos años la volvimos a contratar. Apenas entró vino a verme y me dijo: “Te debo una plata, con el primer sobre te la pago”.

Tato Bores, al principio, en el año ‘52, ‘53, estaba de novio con Berta, quien luego fue su esposa, pero por aquel tiempo su suegro no quería saber nada, absolutamente nada, con él. Tato llegaba al teatro a las tres o cuatro de la tarde -pese a que actuaba a las diez de la noche- a ver si lográbamos consolarlo. Así que nosotros estuvimos con Tato y Berta de novios también (rió). Es que para esas figuras el Maipo no era solo un lugar de trabajo. Marrone venía todos los días a las cinco de la tarde. Y venía aunque actuara en el Tabarís. Antes de ir allí pasaba por acá. Era realmente su casa. Para Tita Merello lo mismo. Tita era una persona muy responsable, muy mimosa. Pasaba muchas horas acá y no se quedaba en su camarín, venía permanentemente a charlar con nosotros. Hablamos mucho mientras estuvo internada. Incluso en el 2002, cuando se cumplieron los 100 años de Amadori, conseguí que dijera algunas palabras por teléfono, que tenemos grabadas.

También actuó aquí Josephine Baker. Ah… de ella también le voy a contar algo: en el espectáculo estaban Castrito y Dringue, que actuaban vestidos de esmoquin y entre canción y canción hacían su parte. Yo iba siempre a verla, a conversar un poco, a ver si estaba todo en orden. Un día voy y ella estaba comiendo su plato de fideos, cosa que es muy común -muchos consideran que es como si tuvieran una base en el cuerpo, que les da una voz más nítida, más clara, más fuerte-. “Me tenés que pagar”, me dijo. “Cuando termine la función”, contesté. “No, ahora”, porfió. “Bueno -acepté-, pero me ponés en un aprieto”.

-¿Eso no es común?

-No lo es. Puede pasar, pero se habla antes. El dinero en el teatro vuela antes de entrar. Antes de que empiece la función ya se fue. Voló por los pagos o se manda al banco. Se va depositando para no tener la recaudación de viernes, sábado y domingo en la caja. No tenía la plata. Se pagaba los lunes y ella me lo cambió repentinamente. Tuve que salir a la calle a buscarla, a ver gente conocida. Había un típico vendedor de joyas, el Turco José, que trabajaba con la gente del ambiente. “Turco, me tenés que salvar. Tengo que pagarle a Josefina, no tengo el dinero”. Solo preguntó cuánto necesitaba. Era una cantidad importante, difícil de alcanzar en el teatro en la última función. Se demoró el inicio unos 20 minutos. Finalmente lo conseguí. Se lo di, me dio un beso y fue para el escenario.

-Y Buenos Aires ¿cuánto cambió?

-Muchísimo. Usted no veía la miseria que ve ahora. El deterioro que hay en la vereda de enfrente… (y señaló con el dedo la calle Esmeralda al 400). Antes ahí estaba la confitería Richmond con sus luces, donde íbamos a tomar una copa. Los empresarios a la hora de arreglar un contrato con alguien se sentaban en sus mesas. Era muy conocida, con su salón, su orquesta. Ahí cantó Julio Sosa… mucha gente. Hacia la esquina estaba la Munich, que también desapareció. Ya no están los restaurantes que había antes: el del Odeón, el Mogador, la Central -donde hacían unas carnes a leña divinas-. Por Lavalle era imposible caminar de la gente que había… ¡Vaya ahora después de las diez de la noche! Cuando volvía del Mogador tenía que dar toda la vuelta, tomaba por Maipú hasta Corrientes y venía por ella hasta la puerta de artistas, porque tampoco se podía entrar por el teatro. Todo traía mucha gente ¿Dónde iba la gente al cine, a cenar, al teatro…? Al Centro.

¡Y el Luna Park! no sabe el público que convocaba… Mire, los sábados, si la pelea principal terminaba pronto, antes del segundo o tercer round, la gente empezaba a subir por Corrientes y se iba metiendo en la trasnoche de todos los teatros. Llenaba el Astros, después venía acá y se iba para El Nacional ¡Los tres teatros con revistas se llenaban!

-Y los boxeadores… ¿no venían a buscar las chicas?

-Boxeadores no. Los que venían mucho eran los jugadores de fútbol. San Lorenzo tenía un equipo famoso, Los Matadores. Esos muchachos, los domingos después del partido, venían siempre al Maipo.

-A veces imagino ese Buenos Aires sólido, pujante, glamoroso…

- Piense que acá recién en el año ‘60 se permitió el acceso con sport elegante. ¿Esto qué significaba? Saco y camisa. Hasta allí corbata rigurosa, y las mujeres con sombrero. Se armaba cada una por eso. Imagínese si se le sienta alguien adelante con sombrero…

Y realmente Corrientes no dormía. Yo la vi angosta. Y conocí la Iglesia San Nicolás de Bari donde ahora está el Obelisco. Como le decía, el Maipo es realmente mi segunda casa, pasé muchas noches acá. La empresa tenía un departamento en la esquina de Corrientes y Esmeralda, cuando me quedaba a dormir lo usaba. Le digo que si usted realmente no tenía mucho sueño no dormía por el movimiento incesante, pasaba gente hablando toda la noche.

-Y de las tantas mujeres bellas que pasaron por aquí ¿alguna lo impactó particularmente?

-Y… Nélida Roca. Yo era nuevito, corría 1950 y Amadori me llama desde México, me pide que vaya a ver una mujer que actuaba en la Richmond y la contrate. Era ella, en la confitería cantaba boleros. Le comento la idea y nos citamos en el teatro. Vino a conversar, le interesó, hablamos solo media hora y la contraté. Fue el primer contrato que hice… ¡y con Nélida Roca! Fue el 9 de Julio de 1950. Después fuimos muy amigos. De hecho, la vi hasta una semana antes de fallecer, cuando ya no se dejaba ver por nadie. Estaba mal, postrada. Sin hablar, era impactante, de formas naturales, era todo tan armónico… formas femeninas, no groseras, ni mucho busto, ni mucha cola, ni poca cintura.

Nunca me voy a olvidar la noche de ese mes de julio de 1950 cuando debutó. Hasta ese momento nadie la conocía. ¿Cuántas personas la pueden haber escuchado en la Richmond? ¿500? Tenía un vestido negro al cuerpo, ceñido, que mostraba todas sus líneas. Cuando se abrió el telón la gente exclamó: “Uhhh”, tirándose hacia el respaldo de la butaca… Mire (se separó del escritorio para mostrarme), todavía hoy se me pone la piel de gallina. Y en la reapertura del Maipo le hice una entrevista. Sólo pude sacarle unas palabras que hoy están aquí grabadas.

-Las voy a usar ahora yo. Creo que no hay mejor manera de cerrar esta nota: “Viva la revista en el Maipo”. 

*Alejandro Perandones es periodista y analista de comunicación.

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