Historias de vida

Manuel: superhéroe antivirus olvidado y perfecto amigo invisible

Una ruta solitaria, una siesta solitaria y un cartel solitario: “No se olviden de nosotros. Ayuda”. Y como ando por allí, solitario como perro malo, detengo el auto y me pregunto: ¿cómo podré darme el lujo de olvidarlos, si todavía no he tenido el placer de conocerlos?

Ulises Naranjo
Ulises Naranjo martes, 20 de julio de 2021 · 00:08 hs
Manuel: superhéroe antivirus olvidado y perfecto amigo invisible
Manuel, en su mundo olvidado. Foto: Ulises Naranjo

El Día del Amigo es una fecha vacía, como un guante o una gorra en un placar, sobre todo si uno tiene amigos, pues esa gente, si vale para uno, justamente si algo no necesita, es que cualquiera venga a decirle cuándo celebrar la común unión. 

Sin embargo, una vez al año, el 20 de Julio, según parece, algunas personas se reúnen para decirse que se quieren y comer a gusto y beber unos tragos. Tal suceso viene a bien a los dueños de bares y restaurantes que no tienen amigos, pues hay salón lleno, platos servidos, brindis sonoros y fotos felices en las redes sociales. 

Siempre he pasado el 20 de Julio solo, como un cóndor viejo: lo tomo como un homenaje a mis amigos, pues ninguno de ellos es de andar perdiendo el tiempo en bares cuando se lo indican, sino, en todo caso, el resto del tiempo, cuando nadie se los pide. 

El jardín de Manuel. (Foto: Ulises Naranjo) 

Por eso, he de pedir disculpas por no festejar este día y tampoco ese otro engendro que es el Día de los Enamorados. Soy de tolerar, por cariño a gente cercana, cosas como la Navidad y Pascuas y de burlarme con franqueza de estupideces superiores como Halloween, la Semana de la Dulzura, el Día de la Felicidad o San Patricio

A fin de cuentas, que cada quien haga de su cóccix una escarapela es lo que pienso mientras manejo casi sin rumbo, escuchando “Pablo Honey” y “Reciclón”, sin escalas, de uno a otro y pensando en efemérides. Es una siesta hermosa de invierno y vago por una ruta que podría ser ruta perdida, pero es sólo solitaria. El sol bendice a criaturas de todo pelaje. 

La calle se llama Bransen y es la que pasa delante de la Destilería de Luján de Cuyo, en Mendoza, al pie de los Andes. Un par de kilómetros hacia el oeste, hay un cartel escrito en una chapa de zinc que, otra vez, me hará pensar en esto de la amistad o de su ausencia: de la presencia de la ausencia de la amistad: 

“No se olviden de nosotros. Ayuda”  

En el instante en que leo, me pregunto: ¿cómo podré darme el lujo de olvidarlos, si todavía no he tenido el placer de conocerlos? Detengo mi auto y ya estoy caminando por una huella silenciosa, que se transforma en línea que peina con histeria dos franjas de un gran basural. Hay tres perros allí, al sol, como ebrios en la fachada del “Saloon”: aunque con ladridos disponibles, tienen hocicos afables y vidas, que, bueno, son vidas de perros. 

Hago sonar mis manos, como aplaudiendo el final de una ópera en Milán y, de entre una montaña de basura, emerge un hombre de andrajosa apariencia, andar herido y hermosa mirada. El tipo me mide, sin entender nada, pero luce tan bien dispuesto como sus perros. Lo primero que me dirá es que se llama Manuel Villalobos. Lo último que me dirá, al despedirnos, es que somos amigos. 

Acabo de conocer a Manuel, el más invisible de los invisibles. Tiene 56 años, pero parece que tuviera muchos más. 

Manuel, en su hogar. (Foto; Ulises Naranjo) 

Escucha muy mal, hay que hablarle fuerte, casi a los gritos: dice que le duelen los oídos e imagino una estupenda infección echando raíces en su cabeza. Le digo que leí el cartel, que no tengo más razón para estar allí que mi intención de saber qué ayuda necesitan. Manuel me invita a pasar a su hogar, en medio de los desechos y mi duda se contesta a sí misma: “Necesitan de todo”. 

Me cuenta que es salteño, agricultor y albañil y que la última vez que pudo pisar su tierra, fue para enterrar a su madre: 

- Nunca más pude volver

Dice también que está contento, porque encontró en la basura unas bolsas con desechos de animales, que me enseña para mi aprobación, y que se los dará a sus perros, aunque hay una olla al fuego y no me animo a preguntarle qué hierve ahí. 

Manuel, en su mundo. (Foto: Ulises Naranjo)

Manuel es recolector: de comida en la basura, de agua potable unos kilómetros abajo y de algún trabajito, cuando alguien se anima a soltarle una changa. No vive solo. Me cuenta que, con él, suelen estar Américo “El Rengo” Ponce, de sesenta y pico, y su hijo Gastón Ponce, de 26, que son changarines y han bajado a pegar algún currito. Según él, hace 37 años que viven allí. 

- Trabajé en una chacra. Hice todo el trabajo y no me pagaron. Me cagaron. Acá estoy

Hace silencio y, entonces, el magnífico sol se mete por el techo hasta sus mejillas y los perros lo miran y lo escoltan con infinito amor. Se trata de un lazo de vida que supera cualquier interpretación, un vínculo que no ha podido romper la infinita necesidad que los somete. 

Aquí, el covid no se animó a entrar, porque otros virus, microbios y bacterias le aclararon que se reservan el derecho de admisión: nada de invasores foráneos, demasiados hay ya en el basural, como para hacerles espacio. Aquí, los colores son escándalos boca abajo y los olores, serpentinas boca arriba. Aquí, todo lo que vos desechás es ocasión de supervivencia. Aquí, Manuel y los suyos montaron sus propias versiones del latido: no tienen nada y se reparten esa nada, en partes iguales. 

El fogón donde hace magia para comer. (Foto: Ulises Naranjo)

Aquí, los sobrevivientes se convirtieron en superhéroes antivirus todoterreno inmortales por un día. 

Es hora de abandonarlo, para empezar a olvidarlo. Manuel se queda con su pus en su cabeza y yo con los pensamientos contradichos que me ha dejado su mirada. Me acompaña hasta la ruta; me detengo, abro la billetera le suelto una plata. Manuel Villalobos abre los ojos grandes y pide que su Dios me bendiga y va más allá: me dice que cree en un tal Jesús y que el tal Jesús, va a volver, porque, según parece, ya estuvo por aquí. Yo pienso que ese Jesús debe ser un pordiosero como él, que bajó a la ciudad a buscar una changa. Seguro que, despreciado por todos, ha terminado preso o con cuatro tiros legales en el pecho. Jesús no va a venir, aunque, bueno, es cosa de ellos que vuelva o no. 

Choco mi puño contra el suyo y, el muy cabrón, me dice, a modo de despedida: 

- Chau, amigo

Manuel tiene 56 años. (Foto: Ulises Naranjo)

Subo a mi auto y me alejo pensando que sería todo un detalle que la comuna de Luján y el gobierno provincial se acercaran a asistir a estos indigentes olvidados. El día no puede ser más celeste. Paso frente a la refinería, que quema sus gases en llamaradas embravecidas, al tiempo que llena sus tanques de combustible y luego los reparte en camiones que hacen cola como señoras en la feria. 

Al llegar al dique Cipolletti, caigo en la cuenta de que tengo conmigo unas frutas que pude compartir con el amigo invisible, pero ya no recuerdo su nombre ni su rostro ni el precioso jardín donde vivía. He comenzado a olvidarlo, a darle a sus días más de lo mismo. ¿En qué estábamos? Ah, en los preparativos para el festejo del Día del Amigo: hay que confirmar las reservas. 

Ulises Naranjo (texto, fotos y video) 

Postdata: quienes quieran acercarse a ayudarlos, el sitio queda, desde el frente de la Destilería de Luján, un par de kilómetros hacia el oeste. En el costado norte del camino, está el cartel con el pedido de ayuda. Naturalmente, necesitan de todo, porque nada es lo que tienen. 

Manuel, el cartel y, al fondo, la Destilería. (Foto Ulises Naranjo)

 

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