Secretos de la ciudad

Una iglesia, una muerte y un enigma: "Llevé esta historia mucho tiempo y necesito contarla"

Fernando Sebastián (45) asegura que vivió una inquietante experiencia durante su pubertad, en el interior de una institución religiosa mendocina. Este es su relato, que incluye un intento de abuso, una carta y la misteriosa desaparición de una persona que intentó ayudarlo.

Facundo García
Facundo García domingo, 14 de marzo de 2021 · 06:00 hs
Una iglesia, una muerte y un enigma: "Llevé esta historia mucho tiempo y necesito contarla"
Imagen ilustrativa

Sebastián (45) sospecha que la muerte de su amigo no fue casualidad. Y aunque hoy es un hombre feliz, esa duda lo persigue.

Llega una tarde de finales del verano para recapitular paso a paso lo que recuerda: las certezas y piezas faltantes de una historia que ocurrió hace mucho entre las galerías de uno de los edificios más reconocibles de la Ciudad de Mendoza.

Fue en los ochenta, dentro de aquella construcción que incluye una iglesia, un colegio primario y otro secundario. "Era un poco laberíntico: la primaria y la secundaria se conectaban por un pasillo; y en otro sector se alojaban los curas y los 'hermanos', que vivían ahí", detalla Sebastián. Era un escenario a medio camino entre lo escolar y lo monástico.

En la escuela, los chicos solían jugar con el hermano Ambruso o el hermano Córdoba, que eran muy cercanos a los niños y organizaban juegos y campeonatos.

"Tengo un muy buen recuerdo de ellos dos. Incluso me acuerdo que una noche nos metimos en el área donde se alojaban para ver cómo cenaban". Sebastián tiene flashes: hombres en la mesa, un canasto de frutas, un cura que los regañó afectuosamente y les mostró cómo eran los claustros.

Para ir al confesionario, Sebastián tenía que atravesar el pasillo que conectaba la primaria y la secundaria

El pecado 

En julio de 1988 Sebastián ya era un púber de 12 años. "Estábamos en clase y mi maestra, la señorita Sorat, me mandó a confesarme", retoma él.

El nene salió del aula solo. Para ir al confesionario, tenía que atravesar el pasillo que conectaba la primaria y la secundaria. Allí, debajo de una escalera, había una piecita que se utilizaba para esos asuntos. Y adentro estaba un cura que por cuestiones legales llamaremos Padre Venancio.

—Contame qué has hecho— abrió el juego el religioso.

"Yo le confesé lo que creí que eran mis pecados -rememora Sebastián-. Pero cuando terminé, él no parecía conforme".

—No. Te falta un pecado— dijo el cura.

El muchachito no sabía qué contestar. "Yo noté cierta excitación en su pregunta. Él se empecinó. Y me seguía insistiendo: 'te falta uno, hay un pecado que no me has contado'; cada vez con más énfasis. Quería que me sentara en sus piernas. Yo empecé a asustarme".

La víspera

Aquel niño que era por entonces Sebastián se sintió incómodo y volvió corriendo al aula. Durante el recreo se acercó al hermano Córdoba y le contó lo que le había pasado

"Se sorprendió y me pareció que le cambiaba el semblante..."

"Yo confiaba mucho en el hermano Córdoba, porque él siempre me decía que yo ayudaba a mantener unido el grupo de mis compañeros. Y me acuerdo que cuando le comenté lo que me había pasado, se sorprendió y me pareció que le cambiaba el semblante", evoca Sebastián.

Un rato después, el hermano Córdoba -pelado, canoso y bajito; con camisa, un abrigo azul y gruesos lentes- entró al curso de Sebastián para dar su clase de Formación Cristiana. Se lo veía enojado.

"Córdoba entró al aula y nos dijo muy efusivamente: 'chicos, la masturbación no es un pecado'. Lo enfatizó mucho, como si supiera lo que estaba haciendo el Padre Venancio en las confesiones. A mí siempre me pareció extraño que él entrara al curso diciendo eso. Lo interpreté como un intento de protegernos".

Corría julio del 88. En agosto, el hermano Córdoba ya no estaba más en la escuela ni en las inmediaciones de la iglesia

La carta

El 2 de septiembre de aquel año, una carta llegó a casa de Sebastián desde Yuto (Jujuy).

"Mi querido amigo:

Espero que te encuentres muy bien, lo mismo que todos los tuyos. 

Yo aquí a kilómetros y en la selva azucarera (...). Dile a todos que rueguen por mí a Mami la Buena (La Virgen). Pide a tus compañeros una oración todos los días, para que Dios me ayude y me dé la gracia que tanto necesito.

Un saludo grande a la señorita Sorat (...).

Hermano Córdoba".

Cuando leyó el texto, Sebastián intuyó que Córdoba estaba mal por algún motivo. 

"Luego, en noviembre, fuimos a Carlos Paz de viaje de egresados y en un momento todos, alumnos y maestras, nos quedamos atónitos al ver que aparecía el hermano Córdoba y nos abrazaba llorando. Nosotros también lo abrazamos entre todos. Fue la última vez que lo vimos".

El calendario avanzó. Sebastián estudió Filosofía en la UNCuyo -se especializó en pensamiento antiguo-, se casó y tuvo un hijo que ya cumplió 11 años, aparte de trabajar todos los días en su carpintería.

"Y a pesar de todas esas cosas, no me olvido del vacío que quedó entre mis compañeros cuando este hombre se fue. A mí la historia nunca me cerró, por eso guardé durante tres décadas la carta que el hermano Córdoba me mandó desde Jujuy". 

La muerte

De ahí en más, todo ingresa en el terreno de la especulación. Sebastián sugiere que la actitud que tuvo el hermano Córdoba en aquella mañana lo enfrentó -al menos en su versión- con el Padre Venancio y sus métodos para confesar. 

De un lado el hermano Córdoba; del otro, el Padre Venancio. Eso en teoría: ahora ambos están dos metros bajo tierra en un cementerio. Pero de Córdoba se dice que murió asesinado y que habría estado un tiempo detenido en un penal cordobés tras acusaciones gravísimas. 

Por otra parte, este diario se contactó con abogados mendocinos especialistas en casos de abuso eclesiástico para consultar si había otros testimonios similares acerca de Venancio, el sacerdote que invitaba a sus jóvenes fieles a "que se sentaran en la falda" y les preguntaba por el "pecado que les faltaba".

Al menos uno de los consultados confirmó la historia y destacó que son varios los hombres y mujeres que hoy, en su adultez, coinciden en rememorar esas experiencias e incluso no se pueden quitar de la memoria la halitosis casi radiactiva que el Padre Venancio tenía por las mañanas.

Pero claro: que se sepa, jamás existió una denuncia penal contra el hombre, y poco a poco lo que hizo o dejó de hacer se va borroneando bajo el devenir imparable del tiempo.

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