Novela

La hormiga y el tigre, capítulo VI: Caciques

El capítulo VI de la novela de Pablo Gómez, "La hormiga y el tigre: una historia de campesinos". Caciques.

Pablo R. Gómez domingo, 26 de marzo de 2023 · 11:09 hs
La hormiga y el tigre, capítulo VI: Caciques

Por Pablo R. Gómez

El siglo XX encontró a Eloísa Cárdenas y a Rafael Marín dispuestos a casarse, para lograr finalmente dejar de andarse viendo con tantos protocolos y con tanta amiga que tenía que dar fe, más de una vez mentirosamente, de que los tórtolos no se habían ni tan siquiera acercado uno al otro. La decisión les era más que fácil porque se amaban profundamente; no tenían ni una peseta partida al medio, ni posibilidades ciertas de tenerlas en el corto plazo, pero de todos modos nada de eso amilanaba a los campesinos que ya estaban planeando la vida en común.

–Rafa, hay una casita abandonada que podemos adecuar y llegar a utilizar –comentó la joven a su prometido – la pintamos entre nosotros y con un par de mantas nos alcanza para estar ahí, no sé qué le parece.

–Y donde dice usted que queda nuestro futuro castillo –bromeó Rafael, sin terminar de entender que hay cosas con las que no se hacen chistes.

–Mire don Marín –comenzó a decirle Eloísa, dejando en claro desde el principio que, al cambiar el diminutivo con el que habitualmente nombraba a su amado por directamente el apellido, la cosa no venía bien encaminada –me he deslomado buscando el mejor de los lugares, así es que si no es de su agrado no hay problema, se busca otro usted solito.

Rafael sonrió, con esa simpleza que habitualmente portaba en su rostro de hombre bueno y trabajador; no tenía en sus planes generar ni el más mínimo malentendido con esa mujer, con la que tanto había soñado ya desde la lejana Cuba, y con la que esperaba pasar el resto de sus días.

–Si usted la eligió, dé por hecho que es nuestro hogar –cerró el jornalero –¿y donde me dice usted que queda nuestra futura casa?

Eloísa calmó su ansiedad y aceptó el pedido de disculpas que, al parecer, en silencio le estaba haciendo su compañero; y señalando calle arriba, contestó al requerimiento efectuado:

–Por el callejón alto, a un par de cuadras desde la casa de mis padres –explicó mientras su mano marcaba la curva que había que hacer desde la residencia de los Cárdenas hasta llegar al lugar –pero fíjese que desde ahí estamos a no más de cien metros de la calle de las epidemias, y cruzándola, y subiendo la cuesta, ya casi se llega a lo de su buena madre, doña Crisanta.

El lugar que había encontrado la moza, realmente parecía estar a mitad de camino entre las casas de los padres de ambos, lo que le daba a la vivienda una ubicación privilegiada a los ojos de los futuros esposos; allí podrían estar solos, sin nadie que los molestara, pero con la cercanía suficiente como para poder atender a sus progenitores en caso de ser necesario, ya que sus padres estaban entrando en una edad en la que la necesidad de ser asistidos se les iba volviendo cada vez más cotidiana.

Aceptado el lugar en el que iban a vivir, y con el acuerdo de la parentela directa, Rafael y Eloísa finalmente un domingo de febrero partieron a la iglesia más cercana a recibir el sacramento del matrimonio. Rafael no estaba en lo más mínimo convencido de tener que andar rindiendo cuentas a los curas, pero de todos modos aceptó la tradición sin la más mínima queja; los fríos iban ya pasando, y la relación entre ellos estaba en la mejor de las situaciones, por lo que el momento les pareció a los jóvenes enamorados como inmejorable para iniciar su vida en pareja. Aunque la verdad era que, en los días ubicados entre aproximadamente el primero de enero y hasta no más allá del treinta y uno de diciembre de cada año, parecía ser para ellos una fecha inmejorable para irse a vivir juntos, razón por la cual la elección de febrero estaba dentro de los parámetros esperados.

Una vez finalizada la ceremonia, y ya saliendo del templo, los jóvenes irradiaban una alegría difícil de describir. En el cielo de esa casi cálida mañana, y mientras el párroco hacía sonar la campana anunciando el nuevo matrimonio, Eloísa y Rafael observaron cómo una pequeña bandada de jilgueros se elevó desde el techo de la iglesia y voló rumbo a un arco iris, mientras entonaban su sonido característico; las aves se elevaron por los aires del pueblo, cantando y desparramando su alegría hasta desvanecerse a la distancia, sin que absolutamente ningún otro sonido los interrumpiera en su coro angelical de trinos. Al desaparecer los pájaros de la vista de los recién casados, y despabilados estos por los gritos de alegría de sus padres, despertaron del sueño en el que acababan de estar sumergidos. Nadie más de por allí vio el arco iris ni escuchó a los pájaros; pero como el nuevo matrimonio nunca habló del tema con ningún conocido, todos los presentes pudieron continuar con sus vidas tranquilos, como siempre ocurre en casi todos los órdenes de la vida, aceptando cada uno lo que a cada cual le conviene, de entre lo que sus sentidos les permiten captar.

La vida de pareja parecía estarles sentando muy bien a los nuevos marido y mujer. Además de las tareas habituales que Rafael realizaba en el cortijo en el que desde hacía ya varios años ganaba también su sustento don Ramón Cárdenas, el joven empezó a juntarse con otros trabajadores pretendiendo organizar una sociedad de obreros, para ver si en conjunto lograban obtener mejores salarios, o al menos una mayor estabilidad laboral. Ese grupo estaba potenciado desde sectores socialistas, con presencia también de republicanos; los socialistas estaban quizá más orientados a la lucha sindical, mientras que los republicanos perseguían fines apuntando a lo político-partidario, con la idea general de intentar reimplantar la República, pero sin saber a ciencia cierta si es que eso alguna vez sería posible.

–Compañeros –expresó uno de los líderes socialistas en una de las reuniones de la sociedad obrera –tenemos un compañero que ha sufrido un accidente en el campo que tiene arrendado, y no va a poder llevar adelante las labores necesarias para llegar a cosechar a tiempo; ¿alguien se anota para ayudarlo?

La frase no era extraña y estaba siendo bastante habitual últimamente; además de las tareas que cada uno realizaba, era costumbre de la sociedad obrera ayudar en las tareas a los campesinos que por alguna enfermedad o accidente se veían circunstancialmente impedidos de realizar su trabajo. Todos eran pobres, tanto los jornaleros que diariamente buscaban a alguien que los contratara, como los pequeños arrendatarios de parcelas que trabajaban con sus propias manos en un terreno alquilado, sin poder contratar a nadie más ya que de todos modos lo que obtenían de ganancias no alcanzaba más que para mantener a su propia familia. Ante la falta de legislación que protegiera a los enfermos y ancianos, solo la caridad de quienes lavaban sus pecados con limosnas y la solidaridad de sus compañeros, mantenía con vida a quienes tenían algún tipo de inconvenientes.

Pero más allá de la forma en que los socialistas y los republicanos luchaban por sus derechos, y de las diferencias internas que pudieran tener, estaban por ese tiempo enfocados en lograr participar juntos, en las elecciones que se realizarían en tan solo un par de meses. Allí se elegiría a un diputado, y más allá de que ya todo parecía arreglado entre los liberales y los conservadores, los socialistas junto a los republicanos querían hacer oír su voz, y esperaban para ello contar con el acompañamiento de los trabajadores del lugar, que eran el sector mayoritario entre los electores habilitados para votar.

 –Compañero Marín, a usted le toca junto con el grupo ya detallado, recorrer el barrio alto para invitar a votar a los trabajadores que por allí vivan –detalló el líder de la nueva agrupación, recorriendo con la vista la lista de los encargados de cada uno de los sectores de la región.

–Así será –respondió Rafael –a primera hora de la mañana del domingo estamos recorriendo las casas para asegurarnos el voto de nuestros amigos y conocidos.

La tarea no era para nada sencilla; el voto estaba habilitado solo para varones mayores de veinticinco años, y desde hacía no muchos años estaban empadronados todos, aun los que no eran propietarios. Aproximadamente la cuarta parte del pueblo estaba habilitada para emitir su sufragio, a diferencia de lo que ocurriera en el pasado cercano, en el que solo votaban alrededor de uno de cada veinte personas del lugar; si no tenían propiedades o una renta mínima, no se los consideraba aptos para elegir a sus representantes. A las mujeres, aún les faltaba un largo recorrido para poder elegir o ser elegidas. Pero más allá de la legislación electoral, el secreto del voto no era para nada garantizable; además, muchos terratenientes prohibían a sus empleados participar de las elecciones, so pena de perder el trabajo. Después, al momento de labrar las actas de escrutinio y aprovechando la falta de educación formal de la mayoría de la población, se cometía el último de los fraudes en el proceso, directamente marcando como que la mayoría de los trabajadores que no habían asistido a los centros de votación sí habían expresado su voluntad, y como que habían sufragado a favor del partido que se esperaba que ganara.

¬–¿Y quién es el encasillado en esta vuelta?  –preguntó Rafael Marín con la amargura de saber que la suerte estaba seguramente echada.

–Tenemos hasta ahora a un liberal, así que tengo entendido que el elegido para la próxima es un conservador –remató el organizador del encuentro, con una simple lógica que le permitía comprender el falso bipartidismo que imperaba al menos en esa zona del país –pero, aunque supongamos que estamos perdidos aún antes de arrancar, el intento lo vamos a hacer, compañeros.

El denominado “encasillado”, implicaba que las casillas con los nombres de los futuros diputados ya venían llenas desde el poder central; después era tarea de los caciques locales hacer que la elección discurriera en la dirección preestablecida, poniendo como candidatos opositores a “hombres de paja” que no eran más que figuras decorativas para suponer que la elección realmente era democrática. Si le tocaba el turno a un conservador, el hombre de paja era liberal, y viceversa. Estos pseudo-candidatos enfrentaban a las personas ya preseleccionadas para ser diputados sin posibilidades de ganar, no solo porque no tuvieran la capacidad suficiente, sino que, por las órdenes que se recibían desde los organismos centrales del país, había veces que no se votaban ni ellos mismos.

–Entre liberales y conservadores tendrán la vaca atada –continuó relatando el líder del grupo de trabajadores –pero desde nuestra alianza entre republicanos y socialistas, seguiremos mostrando una alternativa a la clase trabajadora, para que el día de mañana no se diga que nada se intentó; ¡perderemos si hay que perder, pero el intento lo haremos!

La ovación de los presentes dio por terminada la reunión, y cada uno de los campesinos volvió a su casa con las tareas que debía realizar el día preestablecido.

La cálida mañana de ese domingo a fines del primaveral abril, parecía dar señales de aliento a los obreros que salieron a recolectar votos entre sus conocidos; pero lo cierto era que conservadores y liberales habían arrancado el día con la misma primaveral mañana, así es que los augurios bien podían ir siendo descartados. Para colmo de males, los conservadores tenían en ese día, recorriendo los mismos barrios que los obreros, a varios grupos de “bravos”, que no eran otra cosa que matones a sueldo que hacían lo que fuera necesario para lograr el triunfo del candidato que les tocara acompañar. Rafael dobló en una de las esquinas de su propio barrio, y se encontró de frente con dos de estos delincuentes que mientras lo señalaban con el dedo, lo advirtieron de posibles represalias si es que no entraba en razones:

–Usted déjese de andar revolviendo el avispero, que puede llegar a tener problemas, mocito.

–Buenos días, antes que nada –contestó Rafael –seguiremos buscando a quienes conocemos para que nos voten, les deseo la mejor de las suertes.

El labrador de todos modos prefirió seguir caminando algunos metros y arrancar con la búsqueda de conocidos en la cuadra siguiente, ya que al parecer la cosa con esos hombres no estaba para charlas. Fue en la próxima esquina en donde se encontró con un compañero, al que había mandado a buscar a la gente que vivía cuesta arriba de la calle de las epidemias, quien venía agitado y con los ojos casi saliéndose de sus órbitas:

–Rafael tenemos un problema. La guardia civil pasó anoche por la casa de varios de mis amigos, y se los fue llevando detenidos. Y no los dejaron en el cuartel como normalmente hacen.

–Pero será posible… –lanzó Rafael como tantas veces lo había hecho en el pasado también su finado padre Tele –…que la hormiga mate al tigre…

La frase le servía al jornalero tanto para demostrar asombro como desazón, pero de todos modos estaba siempre bien utilizada; algo inesperado estaba ocurriendo, y de eso se trataba también ahora la cosa, según el dicho que usaban siempre los Marín.

–Vamos a rastrearlos, alguien tiene que tener alguna idea de por dónde andan, no se los puede haber tragado la tierra– pidió, no sin temor, Rafael a sus compañeros.

Pero las horas pasaban, y a medida que el domingo avanzaba, el miedo por los amigos desaparecidos crecía entre los hombres, que ya estaban todos revisando los distintos recovecos del pueblo para encontrar a sus compañeros.

–Además de seguir buscando, no se olviden de votar al menos ustedes –les pidió con bastante angustia Rafael a los otros integrantes del grupo –no podemos darles la razón a estas mierdas.

Y dicho eso se dirigió, él mismo, al centro de votación en el que estaba empadronado para emitir su sufragio; en los alrededores del edificio, algunas decenas de hombres charlaban en distintos grupos. En una de las esquinas, los dos “bravos” que lo habían increpado por la mañana estaban ahora arrinconando a un par de jornaleros, con la simple amenaza de que no volverían a conseguir trabajo si insistían porfiadamente en ingresar a votar. A la izquierda de la puerta de acceso, un ladero del cacique liberal parado frente a una fila de votantes desempleados compraba voluntades descaradamente en efectivo, sabiendo que el triunfo del encasillado le permitiría, seguramente con tramoyas, recuperar lo pagado; se gastaban monedas el día de la elección y se recuperaban miles de veces las pesetas “invertidas”, en cómodas cuotas y desde las arcas oficiales, a lo largo de los próximos dos años, hasta llegar a la siguiente elección en la que repetirían seguramente el triste espectáculo.

Desde el interior del establecimiento salió a la puerta el cacique conservador, que olvidando que el voto era supuestamente secreto, gritó a todos los presentes:

–¡A ver los míos, pasen por acá a votar!

La mayoría de los presentes se armaron en una fila para ingresar al recinto; Rafael, aunque no se consideraba de “los suyos”, igualmente se puso en posición para ingresar en su turno. Los “bravos”, que ya habían logrado en esa jornada espantar a varios votantes que no estaban en las listas repartidas por los caciques como votos seguros, reconocieron a Rafael entre los que buscaban ingresar a emitir su sufragio, y lo encararon nuevamente.

–Parece que esta mañana no fuimos del todo claros –dijo el más fornido de los hombres contratados para amedrentar a los trabajadores –le dijimos que no se acercara por acá, mocito.

Rafael Marín temblaba como una hoja, pero solo del cuero para adentro. A los ojos de los bravucones mostró una seguridad que hizo bajar la vista a las demás personas que estaban en su entorno:

–Hoy hay elecciones, y todos tenemos derecho a votar por quien sea de nuestra preferencia, y de ser posible, en secreto; ustedes tranquilos, muchachos, que ya han hecho la tarea de tal forma que difícilmente pueda revertirse lo que todo el mundo supone. Pero les pido que, de todos modos, me dejen votar tranquilo, porque al menos que me lleven a la fuerza como a tantos que ya se han llevado en este fin de semana, voy a entrar, voy a votar, y es muy probable que no les guste lo que voy a elegir cuando llegue la hora del recuento.

El silencio se hizo palpable en el sitio, y nadie sabía si finalmente los “bravos” iban a permitirle al campesino ingresar al sitio de votación; pero una seña hecha a los matones por el cacique, que desde el interior había observado toda la escena, bastó para que le permitieran a Rafael Marín ingresar libremente, y votar sin más presiones.

Al salir del lugar, y ya casi siendo el horario preestablecido para el cierre de los comicios, varios miembros de la sociedad obrera esperaban al campesino que acababa de emitir su voto, con lo que parecían ser buenas noticias; estaban ya llegando a sus respectivas casas, bastante sanos y a salvo, los obreros desaparecidos desde la noche anterior. Los agentes que se los habían llevado detenidos hacía alrededor de veinticuatro horas, ante la imposibilidad de retenerlos legalmente en la dependencia de la guardia civil, los entregaron a un grupo de “bravos“, quienes mantuvieron a los casi cien empadronados encerrados contra su voluntad, a lo largo de todo el domingo, en un galpón abandonado al sur del pueblo; los hombres ya no hacían tiempo de llegar a los centros de votación, motivo por el cual fueron finalmente liberados por sus captores.

Rafael no daba crédito a las barbaridades que estaba oyendo, mientras avanzaba junto a sus compañeros de lucha rumbo al ayuntamiento para saber, finalmente, el resultado de las elecciones. Al llegar, y tras una espera que no fue del todo larga si se piensa que se debía hacer el recuento de los más de doce mil votos que se declararon como válidamente emitidos, se conoció el resultado; había ganado, como era de esperar, el candidato conservador. Pero los trabajadores representados por la alianza de socialistas y republicanos, a pesar de todas las presiones y vejámenes que habían debido soportar a lo largo de la jornada, habían logrado casi la sexta parte de los votos; parecía ser un hecho que más de un trabajador, después de recibir el pago por su voto de parte de uno de los partidos tradicionales, o a pesar de haberse alineado como votante del cacique que llamaba a los gritos a sus seguidores, una vez que había estado amparado por el secreto del voto había depositado su esperanza en los miembros de la sociedad obrera.

La derrota era menos amarga con bastante más de dos mil voluntades expresando que querían un cambio.

Cerca ya de la medianoche del domingo, Rafael volvía finalmente cuesta arriba, hacia su hogar en el callejón alto, para contarle a Eloísa de las desventuras del día que estaba terminando; pero al doblar en la última esquina y ya con la puerta de su humilde casa a la vista, la brasa del cigarrillo de uno de los “bravos”, que al parecer lo estaban esperando, le dejó claro al jornalero que no solo de votos viven las elecciones. Adivinando que se le venía una complicada, intentó correr para ingresar a su hogar, pero cuando estaba ya llegando a la puerta, comprendió que, si atravesaba el marco de ingreso de su humilde casa, condenaba a Eloísa a su misma suerte. Así que siguió corriendo, calle arriba, hasta casi llegar a la próxima esquina en la que fue alcanzado por sus seguidores.

Rafael, que había sobrevivido sin un rasguño a una guerra, estaba ahora recibiendo la peor paliza de su vida; amparados por la luna nueva que esa noche estaba cubriendo con su oscuridad al que quizá sería el último de todos los delitos que se habían cometido a lo largo de la jornada, los “bravos” se ensañaron con el joven labriego, que con sus veintiocho abriles cumplidos en el mes que aún no culminaba se acurrucó en posición fetal, ya caído, para soportar con menores daños la paliza. Cuando se cansaron de golpearlo, se retiraron calle abajo, sonriendo satisfechos por la cobarde tarea realizada.

El muchacho quedó tirado inconsciente en el piso, mientras su mente lo protegía del dolor paseándolo por un hermoso sueño en el que estaban todos sus seres queridos; se le aparecieron en ráfagas su amigo y hermano del alma José Sordo, su padre Telésforo de quien había honrosamente heredado el republicanismo, su amada Eloísa y su buena madre Crisanta. Todos mezclados, vivos y muertos, sentados junto a él alrededor de una mesa comiendo unas ricas migas, hechas con una harina más blanca que la luna llena; devoraban la comida de un recipiente común, y comían además una ración de chorizo y tocino más grande que la que jamás había visto en toda su perra vida. En un momento Rafael intentó agarrar un pedazo de chacinado que parecía corresponderle a Eloísa, pero la voz de su amada lo interrumpió:

–Rafael –le gritaba Eloísa con una angustia que al jornalero le sonaba exagerada, atendiendo a que su intención solo era comer un trozo de tocino –mi amor, despierte por favor, despierte…

Mientras su esposa trataba de despabilarlo, el dolor en todo el cuerpo le hizo entender al campesino que estaba aún en el mundo de los vivos. Algunos vecinos ya se acercaban y lo cargaban para llevarlo rumbo a su casa, mientras él lejanamente escuchaba entre zumbidos, el llanto desesperado de su amada. Al llegar, el muchacho fue acomodado por los otros trabajadores en su lecho, y el contacto con su sitio de descanso al parecer lo relajó, dejándolo nuevamente inconsciente.

Cuando al día siguiente y ya entrada la tarde finalmente el hombre logró abrir ligeramente los ojos entre los moretones que aún le desfiguraban el rostro, logró ver frente a sí a su suegro Ramón Cárdenas, por lo que inmediatamente intentó incorporarse mientras le decía:

–Ya salimos para el cortijo don Cárdenas.

Pero solo fue una intención de espíritu que no resultó acompañada por el golpeado cuerpo de Rafael; no había aún terminado la frase y ya estaba de vuelta postrado boca arriba, y en un solo lamento.

Sus familiares lo calmaron, y lo obligaron a quedarse en cama hasta que su cuerpo le permitiera quizá moverse. De todos modos, y enterados de que el hombre había sido uno de los integrantes de la sociedad obrera que había estado activo en las elecciones, ya don Ramón Cárdenas había sido anoticiado en el cortijo de que no llevara más al díscolo; sus servicios ya no iban a ser necesarios en ese campo. Nuevamente estaba Rafael desocupado, además de golpeado, como habitualmente se dice, hasta por debajo de las muelas.

Hasta las lágrimas le dolían si intentaba llorar por su desgracia, y ni palabra podía emitir para quejarse. Así que el muchacho culminó el mes de su onomástico postrado, sin trabajo, y sin más esperanzas en la vida que las que pudiera brindarle su amada Eloísa. Pero, de todos modos, la solidaridad obrera se hizo presente en la humilde morada de la joven pareja; no hubo un solo día, mientras Rafael Marín estuvo imposibilitado de salir a buscar trabajo como jornalero, en que no pasara por su casa un compañero de la sociedad a dejarles un poco de alimento. La humildad y el compromiso de sus amigos y vecinos salvó a los campesinos, dándole al herido un nuevo motivo por el cual abrir los ojos cada mañana.

Luego de un considerable tiempo, que de todos modos fue bastante inferior al que todos presuponían que tardaría en recuperarse, si es que lo habían visto en los primeros días posteriores a que recibiera la paliza, el jornalero logró estar disponible para salir nuevamente a buscar trabajo.

–Eloísa, estuve charlando con un compañero de la sociedad –empezó a decirle Rafael a su esposa –y me ha ofrecido que lo acompañe a trabajar en un pequeño campo que ha arrendado.

–Me parece bien –respondió la mujer –si es que le da el alma para andar esforzándose por ahí.

–El alma me va a tener que dar –retrucó el hombre –porque hay otros compañeros que también necesitan socorro, y ya bastante nos han dado a nosotros para que sobrevivamos, como para que sigamos abusando de la solidaridad de nuestros amigos y vecinos.

–Eso es verdad –dijo la mujer, resignada, a su esposo –¿y sabe cuál es el trato en ese campo?

–El único posible, mi amada –respondió Rafael –si se cosecha, se reparte; y si no se cosecha…

––Vaya Rafa, deje nomás, ni me cuente –le expresó la esposa a su marido –mejor no hablar de ciertas cosas.

Y así fue como el hombre empezó, una vez más, a ganarse el pan con el sudor de su frente, tal como decía en esa biblia que él de todos modos se empeñaba en no acatar.

Los meses pasaron, y un año trajo al otro, con un emprendimiento que finalmente parecía tener a la pareja ocupada y alimentados en forma cotidiana. El pequeño campo arrendado daba de comer a las dos familias que lo labraban, y si bien no les sobraba nada, al menos los mantenía alimentados y libres de patrón, lo que les permitía a los labriegos seguir siendo republicanos sin que a nadie le molestara en lo más mínimo. Llegó nuevamente el año de elecciones, aunque en esta ocasión los comicios se realizarían, al parecer, en el segundo semestre; pero dada la escasa representatividad que tenían los funcionarios electos entre el pueblo, el dato no era importante para casi nadie. Solo estaban interesados por el tema electoral quienes pretendían ser parte de la contienda. Y entre esos se encontraban los republicanos y los socialistas, que se preparaban para seguramente perder una vez más.

Habían pasado dos años desde que Rafael recibiera aquella brutal paliza; el jornalero llevaba ya dos meses desde que cumpliera las tres décadas de vida, y como si aún fuera un niño entusiasmado con un juguete nuevo, contaba a su esposa los proyectos que desde la sociedad estaban preparando para enfrentarse a las elecciones del próximo semestre.

–Estamos viendo de qué forma podemos tener mejor identificados a los trabajadores, para lograr que una mayor cantidad vayan a votar por nuestro candidato –relataba el campesino a su esposa que, la verdad, no estaba del todo prestándole atención –estamos también organizando patrullas para evitar ser emboscados por los “bravos” que seguramente mandarán contra nosotros los conservadores o los liberales, dependiendo de a quien le toque ganar…

Rafa Marín se dio cuenta de que estaba hablando solo y se acercó a su mujer con cierta preocupación.

–Eloísa, ¿está usted bien? –preguntó el hombre –me siento como hablando solo…

–Estoy bien –contestó la esposa a su marido –y todo indicaría que como vienen las cosas, para fines de diciembre quien le dice, puede que seamos padres.

El labriego se sentó en el piso y como quien no entiende repreguntó a su amada:

–¿Eso significa que está embarazada?

–Y sí, Rafael –respondió entre risas Eloísa –si vamos a ser padres es porque voy a tener un hijo suyo; pero esto es muy reciente, no invoquemos a la desgracia, guardemos por ahora el secreto por favor, que falta mucho.

La frase no era casual; la cantidad de abortos espontáneos que se producían era altísima, debido a las escasas condiciones de salubridad, y a la mala alimentación de las futuras madres, pero de todos modos los niños seguían naciendo. Así es que, por más complejo que pareciera ser el proceso, la esperanza en llegar al parto con buenas condiciones de supervivencia existían, y de esas chances se agarraban, no solo Eloísa y Rafael, sino todas las personas que atravesaban por las distintas etapas de un embarazo; cuidados y suerte, eran una combinación necesaria ante la falta de medios para acceder a una atención médica que, de todos modos, era más que rudimentaria en la Andalucía de principios del siglo XX.

–Y bueno, tendremos un nuevo Rafaelillo en la casa, señora –comentó el hombre a su esposa, haciendo caso omiso a la supuesta precaución que debería tener para hablar sobre el tema –salvo que sea niña, entonces seré yo el que tenga dos Eloísas.

–Mire, mi madre es ya María Eloísa como yo –respondió la esposa –así es que no creo que tengamos una tercera con el mismo nombre; en cuanto al varoncito, pensé que usted quería ponerle el nombre de su finado padre…

–El primero va a ser Rafael –respondió el jornalero armando ya una lista de futuros hijos –después si, vendrán el Tele y el Ramón también, como su buen padre don Cárdenas; ahora cuénteme, si no es Eloísa, ¿cómo le gustaría a usted que se llamara su futura hija?

Estaba como preestablecido que el padre tenía el derecho a proponer el nombre de su hijo si era varón, y la madre si es que era niña; y en esa charla estaban, y así fue como respondió la futura madre:

–Carmen me gusta, y también Amelia… al parecer vamos a tener que traer a este mundo varios niños…

–Y no se olvide de un Josecito, en recuerdo de mi querido compadre Pepillo –remató Rafael, cerrando la charla por el avance de las lágrimas que trajeron el recuerdo de su amado compañero de aventuras, que ya llevaba varios años de fallecido –aunque pensándolo bien… Antonio y Manuel también me gustan como nombres…

–Para, pare, mocito –contestó entre risas Eloísa –que a este paso vamos a tener más de media docena de niños… ¡y la que los va a tener que criar soy yo!

–Si es que fuera posible que la hormiga mate al tigre –cerró la charla Rafael mientras abrazaba a su esposa que de todos modos estaba cursando recién los primeros meses de su primer embarazo –tendremos todos los hijos que usted desee que tengamos.

Con el paso de los meses, y mientras el embarazo de Eloísa avanzaba con normalidad, su panza era la envidia de las demás jóvenes del barrio que soñaban con un hombre que las eligiera para acompañarlas por el resto de sus vidas. Puestas a elegir, preferían a un compañero lo suficientemente trabajador como para no pasar penurias económicas, pero que fuera además respetuoso de su mujer, para no sufrirlo puertas adentro de casa; no es que fuera mucho pedir, pero lamentablemente no todas tendrían la suerte de conseguirlo.

Mientras tanto, los miembros de la sociedad obrera se las estaban viendo en serias dificultades para poder presentar su candidato; la ley pedía un alto número de avales de entre los empadronados, y la gran cantidad de votos que habían tenido cuando se conformó la alianza entre republicanos y socialistas hacía tan solo dos años, alertó a los caciques de los partidos tradicionales que, acostumbrados ya a cometer ilícitos en épocas de elecciones, empezaron antes de lo que habitualmente lo hacían. Los trabajadores de toda la región habían sido informalmente notificados, por certezas que se transmitían de boca en boca, de que quien firmara un aval público a esa agrupación se iba a ver en serias dificultades para acceder a algún trabajo en el futuro inmediato, que en muchos casos no dejaba de ser el presente cotidiano del día a día.

Los partidos tradicionales tenían bien repartido entre ellos los espacios del poder y no les gustaba que vinieran ahora los trabajadores a pretender disputárselos; los conservadores aglutinaban mayoritariamente a nobles que no se resignaban a perder la alcurnia que de todos modos ya desaparecía de sus vidas cotidianas, y los liberales sumaban a los profesionales como abogados, notarios y contadores quienes, junto a los empresarios del lugar, daban vida a esa agrupación partidaria conformada por personas con las pesetas suficientes en el bolsillo como para ser amantes de las libertades económicas irrestrictas que tanto los favorecían. Y por si esto fuera poco, en los últimos años se estaban incrementando los matrimonios entre hijos de nobles y de hacendados; más que el amor, eran las estrategias de los padres las que armaban las futuras parejas, buscando los monárquicos volver a tener una vida de lujos, y los empresarios pretendiendo sumar un escudo de armas a su familia. Estos acuerdos intrafamiliares terminaban viéndose reflejados en la ideología de los involucrados; ya nadie era tan liberal ni tan conservador, y más de una vez algún personaje cambiaba de partido por intereses de corto plazo, sin ponerse ni lejanamente colorado en el proceso.

Pero más allá de que los apellidos se repetían en ambas agrupaciones, en esta ocasión al parecer y en nombre de la falsa alternancia, les tocaba ganar a los liberales, mientras los conservadores ponían candidatos testimoniales para darle legalidad al fraude electoral que tan buenos resultados le venía dando a ambos. Los trabajadores finalmente no lograron juntar los avales suficientes, por lo que no lograron ni siquiera participar en los comicios. La decepción entre los miembros de la sociedad obrera era palpable, y las palabras de sus dirigentes la expresaban con certeza.

–Compañeros, seguiremos en la lucha, con o sin candidato –vociferaba uno de los líderes de los socialistas –si nos dejan participar nos apalean, y si no nos dejan, igual el lomo lo ponemos nosotros; así es que el mensaje tiene que ser claro en las urnas. Si no nos dejan presentar a un compañero para que nos represente, no votamos.

Los presentes aclamaron al orador, y salieron a recorrer las calles con ese mensaje para los trabajadores; no tiene que haber más votos para los conservadores ni para los liberales que los que habían sacado hacía ya un par de años. Aunque la verdad, a los dueños del poder nada de eso les interesaba; de todos modos, no eran los más amantes de las elecciones ni de la participación popular, y solo las aceptaban como un designio de los tiempos. Pero si alguien les hubiera garantizado que en una elección de un solo votante ese voto iba a ser para ellos, gustosos habrían aceptado el mandato de las urnas, y con ese único voto a favor y sin ninguno en contra habrían salido a proclamar que tenían el apoyo del cien por ciento de las voluntades expresadas.

Rafael entre tantos otros miembros del sindicato salió a convencer a los conocidos de que no fueran ese domingo a votar, a pesar de los ruegos de Eloísa que no quería nuevamente tener que ir a rescatarlo al fondo del callejón, golpeado y sangrando, de entre las ramas de los arbustos que allí naturalmente crecían. El día de comienzos de setiembre fijado para los comicios había amanecido gris y nublado, como presagiando al otoño que pronto inundaría cada rincón del pueblo, o tal vez como dando un marco natural al fraude que ya estaba en proceso; y aunque Rafael no lo sabía, los “bravos”, aquellos matones que tanto lo habían golpeado en las pasadas elecciones, tenían órdenes precisas de no tocarlo esta vez. Los caciques de los partidos tradicionales querían mantener el poder, pero preferiblemente sin tener que contar muertos al final de la jornada.

De todos modos, poco podían hacer los trabajadores salvo intentar parar el viento con las manos; las elecciones salieron como era de esperarse con el triunfo de los liberales, quienes a pesar de no tener una oposición real en las urnas no sumaron ni tan siquiera quinientos votos adicionales con respecto a los que los conservadores habían tenido en la elección anterior. Igual esa noche festejaron, bebiendo en sus finas copas del vino recientemente elaborado con las vides cosechadas por los labradores proscriptos. 

Pero más allá de las injusticias que puertas afuera de su casa del callejón alto inundaban a toda la comarca, Eloísa y Rafael disfrutaban cada día que pasaba del embarazo que llegaría a término, si todo se desarrollaba como esperaban, a fines de diciembre. El labriego continuaba con ingresos continuos, gracias a la parcela que arrendaban con su compañero de la sociedad obrera, y el trabajo de sol a sol que no respetaba fines de semana ni días de santos se veía recompensado cada noche en la alegría de Eloísa al ver regresar al campesino en una sola pieza a la casa, y sin más rasguños que los que el mismo trabajo diariamente le propinaba.

Los últimos meses del año pasaron con la velocidad que genera la monotonía, y el volver a repetir, día a día y sin grandes cambios, las mismas tareas que se hicieron ayer y sabiendo que se harían también mañana; en ese proceso de puro vivir nomás, llegó el domingo en vísperas de Navidad, y el labriego entró a su humilde hogar con el cansancio habitual que traía después de la jornada laboral, pero con la alegría de saber que a la brevedad su primer hijo estaría entre sus brazos. El frío que había pasado durante todo el día estaba por ser tiernamente recompensado por el amor de su esposa, y eso era todo lo que le importaba.

–Y cómo va la panza, Eloísa, como se comporta mi niño –preguntó el hombre mientras se tiraba en unas mantas que hacían de sillón y de cama –¿sigue pateando a su propia madre?

–Como una mula –respondió la mujer mientras se sobaba la panza –hoy me clavó en las tripas lo que creo fue una rodilla y me tuvo cantándole toda la mañana hasta que finalmente se calmó un poco.

–Pero mujer –inició un reclamo en broma el marido –¡el niño todavía no nace y ya lo está malcriando con sus nanas!

–Criarlo no es malcriarlo –corrigió la futura madre –y sepa que nanas le voy a cantar siempre, hasta que sea un viejito como usted, que bien le vendría que le cantaran algunas verdades.

El hombre estaba por responderle cuando Eloísa lo frenó con un gesto de la mano derecha, mientras con la izquierda se agarraba la entrepierna:

–Creo que viene su hijo, Rafael. Vaya y búsquese urgente a mi madre y a la suya, y que se vengan para nuestra casa, que usted en esta no me sirve para nada, disculpe la honestidad.

–Pero será posible… que la hormiga mate al tigre –lanzó el muchacho mientras se ponía de pie y encaraba a la puerta para luego salir corriendo cuesta arriba, primero a la casa de su buena madre, atendiendo a que ella iba a tardar más en llegar por los achaques que ya la tenían bastante postrada.

Pero a poco de arrancar se arrepintió y volvió sobre sus pasos cuesta abajo; era preferible que la mamá de Eloísa estuviera acompañando a la parturienta a la brevedad, aunque Crisanta llegara cuando ya estuviera inaugurado su título de abuela. Corrió Rafael hacia lo de los Cárdenas, esquivando a las mujeres del barrio alto que se dirigían a la misa del gallo que tradicionalmente se enmarcaba en la nochebuena previa a la Navidad; y al llegar a destino y comunicar la buena nueva a sus suegros, le sorprendió la tranquilidad con que María Eloísa Ramírez, futura abuela, tomó la situación. La mujer ya había pasado por varios partos propios y ajenos, y sabía que la calma era fundamental para llevar a buen puerto el nacimiento. Luego de asegurarse de que los padres de su amada partirían a la brevedad hacia su casa, ahora sí corrió a lo de su madre en el callejón junto a la ermita de su barrio, en el que había transcurrido casi toda su vida.

Pasada la medianoche, Rafael y un par de compañeros de la sociedad obrera pitaban en la puerta de la casa intentando calmar los nervios. Las últimas estrellas que ese año caerían, de una nueva lluvia de esas que cada navidad cruzaban el cielo del pueblo, surcaban el espacio sin que nadie las notara. Los trabajadores charlaban entre ellos en voz baja, intentando escuchar qué era lo que estaba pasando puertas adentro, cuando un llanto fuerte y claro los llamó a silencio:

–Es un varón, sanito y llorón –le dijo Crisanta a su hijo Rafael, asomándose a la puerta y con grandes dificultades para controlar su alegría –y supongo que al niño le pondrá de nombre Jesús, a juzgar por la fecha de nacimiento, ¿no?

La pregunta no dejaba de ser una chanza de la mujer a su hijo, ya que conocía las posibles opciones de nombres que se barajaban desde hacía un par de meses para su nieto o nieta; Crisanta Rodríguez, ex caba de las fuerzas revolucionarias que habían tomado el pueblo hacía ya varios años, crió a su hijo en un hogar en el que nadie se destacaba por su religiosidad, y era bastante improbable que la fecha del nacimiento influyera en el nuevo padre, que lloraba humildemente con la noticia que acababa de recibir.

–Ha nacido Rafael Marín Cárdenas, sin más vueltas –cerró el campesino –y sin más herencia de su padre que el nombre.

El frío cubría la noche del pueblo; calle abajo se escuchaba el gemido de un cantaor gitano que, acompañado con su guitarra desafinada, contaba las penurias que el Jesús de los cristianos recién nacido sufriría a lo largo de su vida. Pero en esa humilde morada del callejón alto había nacido otro niño, cuya vida no estaba aún escrita y de la cual, aunque nunca nadie cantara sus proezas, tenía la libertad de vivirla como quisiera, y donde fuera que su osadía lo llevara.

 

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