La Máquina de la memoria

La de cuando iba a cerámica

El arte es una forma de profundizar sensibilidades. Hay maestras que despiertan vocaciones, pero situaciones que pueden frustrar.

Martina Funes
Martina Funes domingo, 29 de agosto de 2021 · 07:39 hs
La de cuando iba  a cerámica

Por Martina Funes tinafunes@gmail.com

Que sepa coser, que sepa bordar, que sepa abrir la puerta para ir a jugar...” prescribía taxativa una de las canciones que más repetíamos mientras saltábamos en el elástico en los recreos de la escuela: el “Arroz con Leche”. Mis padres afortunadamente imaginaban una mujer que supiera inglés, una que tal vez llegara a ser bailarina o que algún día, que jugara al tenis como Gabi Sabatini, y que pudiese estudiar una carrera universitaria de su elección. Pero, sobre todo, se esforzaban por tener una niña que jugara mucho, se diviertiera y experimentara el arte; que era uno de los principales intereses de mi mamá y ella quería que ocupara un lugar importante en mi vida.

Entre las múltiples experiencias por las que transité de chica hubo unos pocos meses de tenis, de cuando las raquetas tenían cuerda de tripa y cuerpo de madera; muchos, muchos años de inglés; y varios encuentros con el arte. Así intentamos, con gran esfuerzo y nada de gracia o talento, dos años de ballet clásico, de los que sólo queda el recuerdo de todo aquello que no pude conseguir: -prácticamente ninguna de las cinco posiciones básicas, ni el plié, relevé, o ningún otro movimiento-. Hubo algunos meses, tal vez un año, de ensayos como soprano de un coro infantil; un divertidísimo año de teatro; un taller de dibujo y pintura que dictaba un reconocido pintor mendocino; y una efímera experiencia con la escultura en cerámica.

Lo que era "barro amorfo" y se transforma en animales.

Moldear la cerámica, jugar con esa masa amorfa, y lograr que a partir de ahí asomaran, tímidamente primero y más firmemente después, animales, personajes y objetos que vivían en mi imaginación me parecía sorprendente y mágico. La cerámica prometía -a diferencia de la plastilina- ser perdurable, sobrevivir al tiempo. Que esas figuritas podrían ser mis compañeros de juegos, que les podría dar la forma y el color que tenían en ese lugar donde habitaban las historias que me gustaban, me entusiasmaba. Quería probarlo.

Los tres meses de vacaciones estivales habían terminado hacía pocas semanas y habían dado lugar a las clases. Yo estaba en tercer grado e imaginaba que un universo de conocimientos complejos se desplegaba ante mí porque sentía que leer, escribir, sumar, restar, multiplicar y dividir ya estaban dominados. El próximo escalón sería, sin dudas, una galaxia de sabiduría. Y entre esos saberes desconocidos, los misterios que representaba el dominio de las herramientas para modelar arcilla ocupaban mi “top five”. Ese manejo despertaba mis expectativas. Había infinidad de mundos exóticos y desconocidos esperando por tomar forma y existir gracias a la habilidad de mis dedos.

Era una de esas tardes en las que el verano debía estar en franca retirada en Mendoza, pero se resistía; el cielo estaba violeta, teñido de unas nubes grises que encerraban esa humedad densa, que se podía oler y casi tocar en el aire. Las ramas de las moreras todavía estaban cubiertas de ese verde intenso que oponía resistencia. Los árboles ese año estaban resueltos a rebelarse ante un otoño que, ya cercano, amenazaba con pintar sus hojas de amarillo y naranja. Esa no era una tarde cualquiera y lo supe mientras caminaba por la vereda antes de entrar al taller donde se develarían los secretos de la escultura. Se percibía en el ambiente: ese día proponía descubrimientos, hallazgos. 

La profesora, una artista plástica fabulosa y renombrada, era un enigma que invitaba a ser descifrado. Sus brazos eran como esa cuna a la que todos queríamos volver. De maneras suaves; tenía una voz afectuosa que invitaba a intentar lo imposible, y unos ojos buenos, de un verde océano. Con calma, y una sonrisa que nunca desaparecía, nos explicaba para qué servía cada herramienta -“estecas” les decía- y con una habilidad inigualable nos mostraba, como si fuese lo más simple del mundo, cómo de un fragmento de barro emergía una jirafa perfecta, larga, elegante, exótica. Yo estaba deslumbrada, no podía dejar de mirar esas manos precisas y a la vez flexibles y suaves.  

Cebras, leones, gorilas, tigres me resultaban fascinantes: me gustaban y también me daban un poco de miedo; pero el que me obsesionaba era el mundo marino. Quería saber todo sobre las ballenas, los tiburones y peces exóticos. Siempre me parecían el mejor tema de conversación y esperaba que en la escuela llegara el momento de estudiarlos en profundidad. Mientras esperaba la llegaba de ese día buscaba febrilmente imágenes y explicaciones sobre los océanos y su contenido en el departamento de mi abuela paterna. Es que ahí me esperaba ordenada y prolija la colección completa de “El tesoro de la juventud”; una enciclopedia de lujo que tenía toneladas de información y maravillosas ilustraciones a todo color en un papel satinado.

Ese taller de escultura me permitiría probar si les podría dar forma y colores a las orcas, escualos y criaturas exóticas del agua. Entre esa imagen de cada uno de ellos dibujada en mi cabeza y el resultado de la intervención de mis manos en la arcilla había una distancia como de un continente a otro; pero eso no disminuyó el entusiasmo, ni las ganas de seguir probando.

Quedaba muy poco tiempo para que terminara el que seguramente era el segundo o tercer encuentro que teníamos los niños que asistíamos a ese curso. Habían transcurrido varios minutos de ganas de ir al baño en los que yo no quise interrumpir la creación de mi escultura. Para mí fueron una interminable suma de segundos, segundos, y más segundos, que yo contabilicé como el equivalente a unas ocho canciones de María Elena Walsh -mis favoritas por esos días-.

Uno de los rasgos sobresalientes de mi personalidad por aquellos años era una timidez que no me abandonaba y que sufría cotidianamente. En aquel tiempo dialogar con personas que no formaban parte de mi círculo íntimo era una decisión que había que meditar concienzudamente y ese intercambio de preguntas, gestos, y palabras me exigía un gran esfuerzo. Cuando parecía que no iba a ser posible esperar hasta que terminara la clase y me vinieran a buscar supe que tendría que preguntar si podía ir al baño, y además, dónde estaba ese baño que todavía no había visitado nunca.

Entonces se desencadenó un diálogo interior que hubiese sido la envidia de cualquier experto en planificación estratégica. ¿Cómo me acercaría?, ¿esperaría a que dejara de explicar la profesora? Sí, sin dudas eso era mejor, porque interrumpir no era una opción. Había que ejercitar la paciencia y una vez que terminaran esas recomendaciones sobre cómo acabar el trabajo de ese día y dónde almacenar nuestros animalitos podría acercarme a ella. ¿Tendría que levantar la mano como en la escuela? No lo sabía, probablemente sí. Entonces, primero esperar a que terminase la explicación, luego levantar la mano, después ¿bajarme del banquito y caminar hacia donde estaba ella? Sí, por supuesto, formular esa pregunta sobre el baño en voz alta era inaceptable, una vergüenza absoluta. Había que preguntarle despacito, en secreto. Ojalá terminara rápido de hablar porque en pocos segundos podríamos enfrentar una catástrofe.

Finalmente me sobrepuse y pregunté, justo cuando también a ella la interrumpieron en su explicación sobre la ubicación del baño; fue entonces que me pidió que le preguntara a otro niño que sabía. Me dijo que él me indicaría. Imposible, jamás le podría hacer una pregunta a un niño que no conocía. Esta vez perdí la batalla contra mi timidez constitutiva y me hice pis encima. A partir de ese día el mundo del arte perdió a una escultora en potencia.


 

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