Opinión

Siempre conectados… pero sin conversar

Hoy se conversa, pero no igual que en otra época. El celular se interpuso y cobró un protagonismo absoluto. Lo que el dedo toca sobre la pantalla de un smartphone adquiere rápidamente un nivel de información o de consumo.

Carlos Gustavo Motta viernes, 3 de diciembre de 2021 · 20:35 hs
Siempre conectados… pero sin conversar

Dos textos publicados hacen referencia a esta temática y en el tiempo que estamos atravesando mucho antes de la pandemia y más allá de ella: el filósofo coreano Byung-Chul Han con su libro “No-Cosas. Quiebres del mundo de hoy” y la psicóloga norteamericana Sherry Turkle, “En defensa de la conversación”.

Intento precisar algo que se verifica día a día: la imposibilidad de comunicarnos. En la comunicación digital el otro está menos presente: no se lo llama para hablar. Entonces aparecen mensajes de texto y lo peor… mensajes de voz que a veces duran minutos interminables y que las mismas aplicaciones pueden acelerar para escuchar esas palabras como si el portador del mensaje fuese una ardillita cantora.

Lo increíble en este caso es que el otro semejante también desaparece como voz. Ausencia de mirada y voz conduce, de acuerdo con Han, a una relación perturbada con uno mismo y con el otro.

Todo el mundo condensado en imagen que impacta en una pantalla donde se percibe la realidad a través de ella y nos privamos de la presencia. Falta que se consolida aún más con la pandemia que nos toca vivir y con las amenazas que la hacen posible a través de las nuevas mutaciones del virus y que el alfabeto griego va imponiendo en la Humanidad.

Al móvil lo llevamos a todos lados. Para muchos, es lo primero que ven por la mañana y lo último por la noche. Este objeto-pareja sustituto del objeto transicional de Winnicott si le llega a pasar algo, una caída, un rayón, ni digo siquiera que nos los roben, entramos en franco pánico. Nos amarga el día. ¡¿Que escribo?! Son muchos los días que podemos ponernos mal por este motivo.

En este gadget se puede resumir nuestra cotidianidad actual. Nos enajena y nos conduce de nuestras propias narices. No puedo dejar de asociar y recordar la estupenda serie de los 60' Star-Trek cuando el Capitán Kirk no sólo se comunicaba con la tripulación del Enterprise adelantándose varias décadas al invento (ni qué decir del reloj del comic animado de Dick Tracy émulo del I-watch) sino que se teletransportaba a voluntad, por otro lado, un artificio fabuloso y necesario que reclamamos los porteños para poder desplazarnos en una ciudad como Buenos Aires atravesada por constantes piquetes.

Muy a pesar de las ideologías populares, el móvil se establece como devoto de las ideologías neoliberales: existe una devoción más allá de la ideologías, donde el emoji utilizado universaliza una síntesis dentro de un criterio de dominación anclado quizás en abreviar aún más los sentimientos que nos despierta alguna información.

Los nuevos feudos tienen el nombre de plataformas: Google; Facebook; Instagram, etc. Trabajamos para ellos de modo incansable y nos hace sentir libres y reconocidos pero somos dominados sin resistencia alguna. Literalmente, a veces borra, la diferencia entre privado, público, íntimo y no es raro ver confesiones que no se hacen ni siquiera al analista.

Así este objeto-pareja como lo denomino, se transforma por momentos en objeto-pareja-autista que tiene por característica la ausencia de la dimensión del otro y la eliminación de todo lazo social.

La desaparición virtual del otro cuestiona nuestra preferencia. Sherry Turkle afirma que preferimos el mundo de nuestra pantalla: entre la familia y entre los amigos, entre nuestros colegas y nuestros vínculos afectivos, recurrimos a nuestros teléfonos en lugar de hacerlo con los unos y los otros.

Se admite que nos gusta más enviar un mensaje de texto o de voz que decidir por una reunión cara a cara o incluso hacer una rápida llamada telefónica. Poco a poco nos estamos olvidando de gestos, miradas, postura corporal que alimentan el discurso individual. Olvidamos que cuando estamos plenamente presente ante otro, aprendemos a escuchar.

Pero podemos escuchar que somos antiguos por mantener estas pre-tensiones. "¡Qué vintage!", nos dicen. Es muy sencillo: tiene una evidencia indubitable. Hoy en día buscamos modos de evitar la conversación. Somos contradictorios porque nos escondemos a pesar de estar conectados. Editamos nuestras imágenes. Incluso ubicamos algún que otro filtro para vencer la barrera del tiempo. Ya no estamos “en babia” como se decía antiguamente,  sino que estamos en otra parte. Si estamos en algún lugar que nos aburre, rápidamente podemos estar en otro lado que nos entretenga.

Aparece un nuevo vocabulario, por ejemplo, el phubbing. Término que significa mantener contacto visual mientras se envía un mensaje de texto. Moneda corriente con los estudiantes universitarios. Somos leales a una tribu de un único miembro leal a nuestro propio bando.

Cada una de estas descripciones señalan una huida franca de la conversación que por definición es un diálogo oral entre dos o más personas que intervienen expresando sus ideas o afectos sin necesidad de una planificación. Conversación que requiere tiempo y espacio y decidimos siempre que estamos ocupados.

La tecnología nos alivia y bendecimos su progreso infinito. No estoy diciendo tampoco: dejemos el teléfono de lado! Pero este avance nos hace cómoda la vida pero asimismo está implicada en un ataque contra la empatía. Hoy estamos menos conectados con los demás y menos implicados en la vida de los otros.

No hay recetas mágicas y mucho menos consejos. La cura de estos procesos fallidos se limitan a la capacidad de hablar. Los adelantos nos hacen recordar quienes somos: criaturas que tenemos una historia a cuestas, frágiles, con capacidad de resiliencia, con relaciones complejas. Seres humanos que hablan, se arriesgan a conversaciones rudimentarias y que a veces el cara a cara provoca mejores resultados que escondernos en la Matrix donde evitamos el maravilloso tono de voz de  cada uno de nosotros.

* Carlos Gustavo Motta es psicoanalista y cineasta.

 

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