La máquina de la memoria

Las “noches mágicas” de ese inolvidable mundial de Italia 90

Cuando el fútbol es mucho más que un juego y nos une a otras tantas emociones y recuerdos.

Martina Funes
Martina Funes domingo, 7 de noviembre de 2021 · 09:57 hs
Las “noches mágicas” de ese inolvidable mundial de Italia 90

Por Martina Funes tinafunes@gmail.com

Admito que nunca me ha gustado el fútbol. Sé que es una ofensa total a los entusiastas y fanáticos, pero es cierto. Lo he intentado infinidad de veces, -porque soy obstinada y no me quiero dejar ganar tan fácil por mí misma-. Pero también porque estoy casada con un amante de ese deporte en todas sus formas y modalidades: adora verlo, jugarlo, leer sobre él, escuchar análisis y todos los detalles que lo rodean. Por eso, desde que empezamos a salir juntos, he visto una cantidad innecesaria de partidos en la tele (hubo un período en el que en mi casa se veía la liga africana, además de la europea y la sudamericana) y en la cancha -donde reconozco que es un espectáculo especial-.

Pero no hay caso, confieso que no logro sobreponerme a ese volumen de voz de los comentaristas -que encuentro extremada e insoportablemente alta- y, si bien conozco y entiendo las reglas, no consigo que me interese todo eso que ocurre sobre la célebre alfombra verde. Sin embargo, hay algo que sí entiendo y me conmueve: la emoción, el sentido de pertenencia, la unidad. Me emociona cómo desaparecen esas diferencias, la manera en la que se borran Boca, River y todas esas disparidades -que en nuestro país parecen abismos que nos aíslan-, cuando ese equipo de once jugadores que nos representan se visten de celeste y blanco.

Como cualquiera que lo vivió, todavía siento un escalofrío en todo el cuerpo y unas ganas de cantar fuerte y abrazar a alguien, cuando escucho los primeros acordes de ese himno del fútbol, esa canción que está considerada en todo el mundo como la mejor de la historia de los mundiales: “Un’estate italiana” -Un verano italiano-. Ese inolvidable tema que escuchamos el 8 de junio de 1990, en el estadio de San Siro de Milán, en la inauguración del mundial de fútbol de Italia, unos minutos antes de que Argentina jugara contra Camerún y perdiese por uno a cero.

Gianna Nannini y Edoardo Bennato son unos íconos del rock italiano que nos hacían gritar “Notti magiche, inseguendo un gol, Sotto il cielo di un’estate italiana. E negli occhi tuoi, voglia di vincere. Un’estate, un’avventura in più”. Aún hoy, esas primeras notas musicales me provocan inmediatamente un nudo en la garganta desde su primera frase, esa que explica que es una canción que no viene a cambiar las reglas del juego, que habla de expectativas con el corazón en la boca, y de la unión que representan los mundiales de fútbol. 

Sin dudas la música es un gran transmisor de emociones, aunque en mi caso, la nostalgia y la felicidad a la que me transporta esa canción en particular, tal vez se pueda atribuir también a que 1990 fue un año de esos que yo nunca hubiese querido que terminara. Al menos quería que los días duraran el doble, quería poder vivir y revivir cada experiencia, cada actividad. Es que era el último año de la Secundaria, el sexto, que para muchos de los que fuimos a mi Colegio era a la vez: el mejor y el más triste

Hubo varios estudiantes en esa Escuela, en mi generación, que no podían esperar para empezar a transitar el principio de lo que sería su vida adulta, querían entrar rápido a la Facultad, acelerar lo más posible la etapa de estudios para dedicarse a su profesión cuanto antes. Yo no. Yo quería estar exactamente donde estaba, y no lo hubiese cambiado por ningún otro lugar. En aquel preciso momento, si me hubiesen dado a elegir un año para revivirlo, como hacían Andie MacDowell y el gran Bill Murray en Hechizo del Tiempo -aunque ellos revivían un solo día-, no hubiera dudado ni un segundo. 

Sexto año equivalía a la felicidad. Y así lo entendíamos todos los compañeros de sexto segunda, que buscábamos cualquier excusa para pasar la mayor parte del día juntos. Casi ningún programa se adaptaba mejor a nuestro amontonamiento en el piso, frente a algún televisor, que el mundial de fútbol. Y así lo programamos, con toda la expectativa y las ganas de que Diego Maradona y Claudio Caniggia, nos mostraran -a nosotros y al mundo-, cómo se le ganaba un partido al seleccionado de Camerún. Recuerdan los memoriosos del curso que ese 1 a 0 nos desalentó bastante, y que volvimos caminando por el Barrio Bombal de la Ciudad de Mendoza -tal vez rumbo a la Escuela de Lenguas Extranjeras-, cabizbajos y pateando cuanta lata encontramos por el camino. 

Adicionalmente el arquero estrella de la selección, Nery Pumpido, -en el que confiábamos ciegamente los argentinos- se quebró la pierna derecha cuando chocó con Olarticoechea, en el segundo partido, ante la Unión Soviética. Con esta catástrofe no parecía que nuestra Selección estuviese atravesando su mejor momento, pero el mundial seguía, y nuestras juntadas también: para cualquier cosa, en la casa que estuviese disponible, y a toda hora. Redoblamos la apuesta y programamos ver juntos el partido de cuartos de final contra Yugoslavia. 

Estábamos invitados a la casa de una de las compañeras que más años ha compartido conmigo en un aula: era una de las últimas de la fila, -igual que yo, por nuestra altura- cuando nos encontramos en la Primaria, en tercer grado. Algunos años más adelante el azar provocó un nuevo reencuentro en la Secundaria, cuando me cambiaron de la tarde a la mañana, en tercer año. Es la dueña de una de las risas más contagiosas que conozco, y de unos ojos brillantes y marrones que siempre parecen estar anticipando alguna travesura, aún hoy, en la adultez. Su casa de aquella época, en la Sexta Sección, era un espacio cálido, muy conocido para mí. Sus tres hermanas y sus padres nos recibían como parte de la familia. Y ahí llegamos en malón, con un importante despliegue de cosas dulces para pasar la tarde. En aquellos tiempos las chicas éramos expertas reposteras. Nuestras especialidades: el lemon pie y ese maravilloso invento de una agencia de publicidad, que unió las galletas Chocolinas con el queso Mendicrim en la clásica Chocotorta.    

El partido transcurría con normalidad mientras nosotros hacíamos chistes, gritábamos, nos asegurábamos de que en toda la cuadra supiesen que en esa casa había un grupo de adolescentes felices. De repente la cosa se puso complicada en la tele, las estrategias del técnico -Carlos Bilardo- durante el juego no habían servido para definir el resultado y había que ir a penales. Al instante todos empezamos a pensar en ese arquero que subió al avión hacia Italia como suplente, con la tranquilidad de saber que formaba parte del plantel, pero que probablemente no jugaría. Ahora era el arquero titular y tenía que enfrentarse a pateadores profesionales de penales. Sergio Goycochea tenía una camiseta multicolor y -todavía no lo sabíamos- pero unos minutos después se convertiría en un símbolo y el terror de los pateadores de penales en todo el mundo. 

En ese partido contra Yugoslavia la situación era desesperante, porque el arquero rival atajó el penal que pateó Maradona, y adicionalmente, Pedro Troglio falló el suyo. Fue justo ahí cuando el “Vasco” Goycochea se convirtió en el héroe de cada argentino; justo ahí, cuando atajó los dos penales que le quedaban al equipo contrario y la Selección Argentina ganó el partido. La categoría de patriota nacional se la ganó unos días más adelante, cuando repitió la hazaña y atajó dos penales más contra Italia. A partir de ese momento la devoción de los argentinos hacia Goycochea llegó a niveles estratosféricos.

Argentina no pudo contra Alemania en la final y perdimos uno a cero. El primer día de la semana siguiente, a las ocho de la mañana, todos los estudiantes del Colegio nos congregamos en el patio para saludar a la bandera -que ese día estaba más celeste y blanca que de costubre-. Era el símbolo de unidad, de esperanza, y de una victoria que se resistió esa vez, pero verla mecerse con el aire helado del invierno nos conmocionaba. Teníamos que entrar a las aulas para enfrentar la primera hora de clase; sin embargo, algo flotaba en el ambiente: una especie de exaltación -que no venía de la decepción o la furia sino del orgullo de haberlo intentado- se apoderó de nosotros. 

Teníamos tantas, pero tantas ganas de que la Selección Argentina fuese otra vez campeón mundial, que no importó que hubiera perdido ese último partido. Empezamos a gritar todos juntos: -el que no salta es alemán, el que no salta es alemán...y salimos, cantando y saltando -en una sincola masiva-, por la puerta de entrada del Colegio hacia la vereda y rumbo al Centro. Salimos a festejar que éramos buenos jugando al fútbol, que éramos adolescentes, que éramos felices.

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